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Full text of "Carne doliente [cuentos argentinos]"

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ottye 

ainítoersítp  of  Ji3ort6  Carolina 


Cfte  Rocfeefeüer  jFounDation 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2012  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hil 


http://archive.org/details/carnedolientecueOOghir 


ALBERTO  GHIRALDO       »  ¿í" 


Carne  Doliente 


BUENOS    AIHES 


Microfilmed 

SOUNET/ASERL  PROJECT 

1990-92 


4 
Jí 

00 


Jferoica 


CONQUISTA 


Diez  meses  de  estadía  en  tierra  conquis- 
tada y  ya  el  español  sentíase  dueño  de 
América,  la  Atlántida  encantada  que  pre- 
sintió Platón,  promesa  de  oro... 

Oro.  Lo  buscaba  con  ansia  loca  el  aven- 
turero invasor  y,  en  tanto  la  promesa  no 
se  hacía  realidad  en  manos  del  habitante 
indígena,  él  entretenía  sus  ocios  en  franca- 
helas  y  jolgorios, 


-8- 

La  mujer  nativa  servíale  para  ello,  ya 
que  las  alas  del  amor  no  se  habían  exten- 
dido hasta  la  cubierta  del  barco  audaz  en 
busca  del  vellocino,— vellocino  prometido  á 
costa  de  la  sangre  en  cuyo  derramamiento 
el  amor  parecía  no  querer  hacerse  cóm- 
plice. 

En  la  tienda  del  conquistador  había  esa 
noche  fiesta  y  fiesta  grande.  Se  festejábala 
posesión  por  uno  de  los  oficiales  españoles 
de  la  más  linda  y  guerrera  clama  queran- 
dí,  una  soberbia  piedra  en  bruto,  diamante 
codiciado  por  la  lujuria  extranjera. 

El  aguardiente  importado  aceleraba  vio- 
lentamente la  circulación  de  la  sangre,  hen- 
chía las  arterias  de  aquellos  organismos 
vigorosos,  encendía  las  pupilas  de  las  in- 
dias poniendo  en  ellas  fulguraciones  des- 
conocidas y  excitaba  hasta  el  vértigo  los 
desees  del  español  hambriento  de  pulpa 
pecaminosa. 

La  abstinencia  en  que  habían  vivido  du- 
rante los  interminables  meses  de  la  trave- 
sía marina,  centuplicaba  las  fuerzas  de  les 
jóvenes  soldados  de  la  conquista,  quienes 
en  sus  nuevos  despertares    lúbricos    tenían 


-9- 

bríos  de  espadas  nuevas,  estallidos  de  sa- 
vias contenidas  en  árboles  del  trópico. 

Las  chinas  regordetas  y  fornidas  corres- 
pondían á  sus  abrazos,  devolviendo  lava  por 
fuego,  volcán  por  incendio,  en  un  derroche 
de  energías  formidables,  borrachas  de  al- 
cohol y  de  caricias  cristianas. 

¡Ah,  morir  así  cautivas  y  traidoras,  ol- 
vidadas de  la  raza  en  derrota,  de  su  raza 
humillada,  estrechadas  á  aquellos  pechos 
enemigos  y  deseados! 

¡Ah,  morir  así  sin  ver  ya  en  lontananza 
el  fantasma  de  la  tribu  vencida,  envuelta 
en  nube  sangrienta  corriendo,  dispersa  y 
errante,  por  la  pampa  florida! 

¡Ah,  morir  así  en  aquella  embriaguez 
de  los  sentidos,  en  aquel  aturdimiento  en- 
loquecedor, girando  en  medio  de  danzas 
caprichosas,  doblemente  mareadas  por  mú- 
sicas, por  armonías  nuevas  y  extrañas,  sin 
pensar  ya  en  el  desastre  de  los  hermanos, 
en  la  ruina  de  los  suyos,  en  la  hecatombe 
de  sus  pueblos!  ¡La  embriaguez,  el  olvido 
y  la  muerte!  ¡Ah,  por  fin! 

¿Morir?  ¿Y  porque  no?  ¡Todos  morían, 
todos  entregaban  sus  tesoros  y  su  sangre  al 


-10- 


orgullo,  á  la  ambición  del  cristiano,  mons- 
truo insaciable,  terrible  y  trágico,  adorador 
de  un  dios  en  cuyas  aras  solo  era  luz  el 
sacrificio  del  hermano! 


II 


El  sol  de  aquella  fiesta  brillaba  en  su 
cénit  cuando  el  sargento  de  servicio  se  pre- 
sentó en  la  tienda  preguntando  por  el  ofi- 
cial de  guardia. 

El  sargento  era  portador  de  una  nueva 
importante.  En  un  reconocimiento,  acabado 
de  hacer  minutos  antes,  habían  copado  los 
españoles  una  pequeña  columna  indígena, 
más  bien  dicho  una  partida,  un  grupo, — 
cuarenta  hombres  á  la  sazón  prisioneros. 


-11- 

Venía  jmes  á  pedir  órdenes.  El  estaba 
prevenido,  teniendo  la  consigna  ele  dar 
cuenta  de  cualquier  novedad  en  la  tienda 
del  capitán  donde  permanecería  el  oficial 
de  guardia    mientras  durara  la  fiesta. 

El  oficial,  un  teniente,  oyó  de  boca  del 
sargento  la  relación  de  la  hazaña,  una  ca- 
sualidad por  otra  parte  puesto  que  los  es- 
pañoles, malos  ginetes,  no  podían  realizar 
estos  hechos  sino  cuando,  como  en  la  oca- 
sión presente,  el  indio  iba  desmontado  de- 
jando  de  ser  centauro. 

Aunque  el  oficial  no  diera  mayor  impor- 
tancia á  la  noticia  se  le  ocurrió  transmitir- 
la al  capitán,  jefe  en  esos  momentos  del 
destacamento  español.  Quizá  cruzó  por  su 
imaginación  enardecida  la  idea  de  agregar 
con  ella  un  detalle,  un  complemento  cómi- 
co ó  trágico,  era  igual,  á  la  orgia  en  su 
cénit...  Si  la  carne  de  la  india  era  el  plato 
brindado  á  la  sensualidad  extrangera  ¿por- 
que la  sangre  del  indio  no  habría  de  servir- 
le  de  condimento? 

Y  habló   al   capitán. 


-12— 


III 


— Prisioneros...  Cuarenta  indios...  ¡Oh,  la 
mar,  la  mar!...  Contemos....  uno...  uno...  más 
otro...  más...  dos...  uno...  sí...  son  cuarenta 
y...  uno...  ¡va!  no  se  puede  contar...  uno...  ¡Ha- 
ber el  seno!... 

Y"  el  capitán  borracho,  con  un  jesto  deli- 
rante, tiró  un  manotón  al  pecho  de  la  india 
aferrándole  una  mama  con  tal  fuerza  que 
esta  dio  un  grito  mirándole  azorada. 

— ¡Haber  el  seno!  El  segundo  manotón,  más 
suave  pero  mal  dirigido,  no  hizo  sino  rozar 
las  carnes  de  la  india. 

— Capitán,  el  sargento  espera  órdenes. 
¿Qué   le   digo?  ¿Qué  se  hace  con  los   indios? 

Era  el  oficial  de  guardia  quien  interro- 
gaba. 

Entonces  el  capitán,  como  herido  en  al- 
guna fibra  muy  íntima  y  á  pesar  de  la  em- 
briaguez   que  parecía  dominarle,   se  irguió 


-13- 

tan  alto  como  era  y,  en  un  arranque  solem- 
ne, exclamó: 

— ¿Con  los  indios?  ¿Qué  qué  se  hace?  ¡Ya  lo 
he  dicho,  pues,  ó  no  se  me  entiende!...  ¡Ar- 
cabucearlos á  todos!  Es  bien  sencillo...  ¿En- 
tiende, teniente! 

— Es  que  el  capitán  no  había  dicho... 
argüyó   el  teniente  con  cierta  amable  ironía. 

— ¡Pero   lo   dice  ahora! 

— ¿A  todos  capitán?  Son  cuarenta... 

— ¡Uno  es  cuarenta,  bárbaro!  ¡A  todos! 

— Yo  decía  por  el  gasto  de  balas,  capitán... 

— ¡Tiene  razón  teniente!...  Que  se  haga  en- 
tonces como  se  pueda.   ¡Pero  ni  uno  vivo! 

Y  el  oficial  salió  con  la  orden  tremenda. 

En  tanto  la  india  muda,  diríase  impasi- 
ble, contemplaba  la  escena,  entendiéndola 
como  por  adivinación  pues  conocía  poco  el 
idioma. 

¡Estaba  escrito:  todos  morirían,  la  raza 
vencida  sería  ofrendada,  en  pira  humeante,  al 
dios  trágico!  ¡Oh,  dolor  ¡oh,  sombra  ¡oh, 
vida! 

Y  en  los   ojos   de  la  india  brilló  un  rayo. 


-14- 


IV 


Nunca  abrazo  más  fuerte  dado  por 
músculos  de  hembra  retuvo  al  capitán  en 
éxtasis  tan  voluptuoso.  Cautiva  y  traidora 
yo  te  amaré  con  un  amor  único  decíanle 
los  ojos  de  la  hurí  pampa.  Cautiva  y  trai- 
dora, esclava  del  goce,  yo  te  ofrendaré  mi 
regazo  de  bronce  donde  han  de  fundirse 
tus  ansias  sin  freno.  Hombre  blanco,  ene- 
migo de  los  míos,  dame  tus  labios  para 
olvidar  en  ellos  el  dolor  que  infligiste  al 
hermano.  ¡Toma  también  mi  sangre,  toma 
mi  vida  toda,  toda  la  vida,  toda  la  sangre 
de  tu  esclava! 

¿No  ves?  El  amor  habla  en  mis  ojos,  bro- 
ta en  mis  carnes  en  medio  del  espasmo  pro- 
vocado por  el  placer.  Tuya  soy,  continua- 
qan  diciendo  los  ojos.  He  aquí  á  la  mujer 
rendida  al  hombre  por  la    fuerza  y  el  ruego. 


-15— 

¡Mírame!  Soy  siempre  la  mujer  primitiva  to- 
mada en  la  cueva  después  del  asalto  al  ene- 
migo y  entregada  al  dominador  como  un 
premio.  ¡Mírame!  Sigo  siendo  la  esclava  eter- 
na;  codiciada,  á  quien  se  doblega  para  aca- 
riciar, esclava  á  quien  no  se  teme  porque 
ella  ha  gustado  siempre  ceder  á  la  violencia, 
entregarse  al  más  poderoso,  al  más  fuerte* 
¡Tómame,  dame  tus  labios,  hombre  blanco, 
enemigo  de  los  míos  y  seré  feliz!  Esclava 
soy... 


En  un  ángulo  de  la  estancia,  bacía  don- 
de la  india  había  atraído  al  capitán  estaba 
la  espada  de    este   recién    desceñida. 

Allí,  rodeados  de  hombres  ebrios,  que  dor- 
mían ó  vociferaban  tirados  en  tierra  como 
cosas,  iban  á  celebrarse  aquellas  extrañas 
nupcias. 


-16- 

De  un  empujón,  como  al  descuido,  la 
india  hizo  rodar  la  espada  que  cayó  sin  es- 
tréj)ito  como  si  no  tuviera  por  que  dar  nin- 
guna voz  de   alarma  a   su  dueño. 

— ¡Tu  vida  cristiano,   quiero!.... 

— ¡India  mia!... 

Y  rodaron  en  un  abrazo  sobre  el  lecho  de 
tierra  duro  y  lustroso. 

— ¿Quieres  que  te  hable,  cristiano?  Uno 
es  cuarenta  ¿sabes? — dijo  la  india  antes  de 
la  caricia  suprema  y  extendiendo  la  mano 
empuñó  la  ^espada    caída. 

— ¡India  mía,  india  mia!...  balbuceó  el  ca- 
pitán en  vísperas  del  espasmo. 

— Uno  es  cuarenta  ¿sabes? — volvió  á  decir 
la  india  haciendo  un  ademán  brusco. 

Después  un  alarido  y  un  sollozo. 

De  un  solo  tajo,  con  su  propia  espada,  aca- 
baba de  dejarlo  eunuco. 

En  ese  momento  un  trabucazo  resonó 
hondo  en  la  noche  haciendo  estremecer  la 
Pampa. 


¡Uno  es  cuarenta,  bárbaro!. 


INDEPENDEMCIñ 


El  criollo  enriquecido,  dueño  ya  de  un 
bienestar  material  sólo  perturbado  por  la 
idea  de  su  esclavitud  tributaria  al  reino  espa- 
ñol, pensó  en  la  independencia  levantando 
su  pendón  de  rebelde  contra  el  poder  escla- 
vizados 

Producida  por  causas  económicas  como 
lo  han  sido  casi  todas  las  guerras  que  des- 
pués han    dado    en    llamarse    de    razas,    la 


-18- 

guerra  de  la  independencia  americana  tuvo 
su  génesis  en  las  imposiciones  comerciales 
á  que  el  extranjero  sometía  al  criollo  por 
intermedio  del  virreinato. 

A  concretar  las  aspiraciones  de  los  que 
ya  se  consideraban  poseedores  y  dueños  de- 
tentados, vienen  después  los  cerebros  de  há- 
biles políticos  constituyendo  ellos  la  luz,  el 
foco  revolucionario  que  había  de  irradiar  á 
poco  con  resplandores  de  incendio  por  todo 
un  continente. 

Producto  mestizo  de  español  y  de  indíge- 
na tenía  el  criollo  tanto  del  empuje  y  la 
soberbia  del  primero  cuanto  de  la  astucia  y 
felinidad  del  segundo. 

En  el  territorio  ocupado  por  el  virrei- 
nato del  Río  de  la  Plata  se  agrupaba  un 
pueblo  productor,  ganadero  por  excelencia, 
pero  cuya  organización  económica  y  costum- 
bres sociales  íbanse,  naturalmente,  amoldan- 
do á  las  introducidas  por  el  español.  Un 
día  sintióse  fuerte,  capaz  de  bastarse  á  sí 
mismo  y  entonces  sin  pretender  cambiar  de 
hábitos  quiso  no  tener  tutela,  es  decir  eman- 
ciparse del  poder  explotador.  Una  coyun- 
tura histórica  le  favoreció.  El  tutor  atacado 


-19- 

constreñido  por  un  enemigo  audaz,  necesita- 
ba de  su  más  grande  esfuerzo  para  resis- 
tirle. Y  habló  la  astucia;  el  criollo  desplegó 
su  bandera,  hizo  un  nuevo  símbolo  con  dife- 
rentes colores  y  se  lanzó  á  la  guerra. 

Vino  ésta  con  todos  sus  horrores.  El  espa- 
ñol residente,  empecinado  en  sostener  su 
dominación,  llevó  al  extremo  su  actitud  in- 
transigente y  la  lucha  adquirió  los  contor- 
nos de  las  tragedias  más  luctuosas  de  la 
historia.  Fué  la  noche   de  América. 


II 


Como  no  ha}^  noches  eternas,  aquella  no- 
che también  precursó  una  aurora,  más  ó 
menos  luciente  pero   aurora  al  fin. 

Se  luchaba  á  muerte  y  del  choque  bravio 
surgían  chispas,  raudas  algunas,  otras  como 


-20- 

estrellas,  astros  errantes  y  sangrientos  que 
cruzaban  el  cielo  de  América  dejando  este- 
las rojas.  La  sangre  fecundaba  los  campos. 
Con  la  sangre  la  idea. 

En  el  alto  de  una  batalla  cayó  prisionero 
del  español  implacable  un  oficial  criollo. 
Grande  y  hermoso,  ojos  serenos,  aire  deci- 
dido, tanto  que,  al  andar,  parecía  ir  excla- 
mando: conmigo  va  el  pensamiento. 

Al  anochecer  el  rebelde  fué  interrogado. 

— ¿En  nombre  de  qué  fe,  de  q  ué  esperanza 
de  qué  luz,  de  qué  fuego,  los  nativos  locos 
se  habían  entregado  á  aquella  lucha  sin 
cuartel,  ni  otra  recompensa  que  el  deshonor, 
el  vilipendio  ó  la  muerte?  ¿Y  él,  en  particu- 
lar, porqué?  ¿Era  acaso  hombre  de  fortuna? 
¿Algún  estanciero  rico?  Porque  la  guerra  la 
hacían  ellos,  es  decir  los  industriales  comer- 
ciantes, ambiciosos  de  resistir  á  la  gabela 
española,  sin  otra  mira  que  la  del  mayor 
lucro.  Pero  ¿caerían  en  cuenta  algún  día? 
¿Patriotas,  ellos?  ¡Bah!  ¡Patrañas!  Especula- 
dores sin  conciencia  que  jugaban  con  la  san- 
gre del  pueblo  azuzando  á  los  candidos 
contra  el  poder  invencible  y  legal,  sublevan- 
do   brazos  de    infelices   y  de  víctimas,   ha- 


-21- 

ciendo  á  un  lado  toda  clase  de  escrúpulos, 
borrachos  de  mando  y  de  riqueza.  ¿Rebel- 
des? ¿Y  contra  quién?  ¿Conque  fin?  Acaso, 
aun  en  el  supuesto  imposible  del  triunfo  in- 
surreccional, los  levantados  en  armas  no  se 
encontrarían  mañana  bajo  una  dominación 
más  humillante,  más  perjudicial,  más  opri- 
mente? 

El  rebelde  callaba  y  sonreía.  Y  bien,  pa- 
recía decir  su  sonrisa  escudada  por  su  silen- 
cio: fusiladme  de  una  vez  y  suprimid,  por 
estériles,  todos  vuestros  razonamientos  de 
déspotas.  Soy  lo  que  veis  y  algo  más.  .  .  . 
Evitaos  el  saberlo  porque  en  tal  caso  ha- 
bríais de  fusilarme  dos  veces. 

— ¿Un  traidor  acaso?  .... 

Una  mirada,  penetrante  y  aguda  como  el 
acero  de  un  sable,  interrogaba  á  la  sonrisa. 
Diríase  la  agudeza  del  soldadote  polizonte 
estrellándose  contra  la  serenidad  del  enigma. 

La  sonrisa  continuó  á  flor  de  labio  produ- 
ciendo la  desesperación,  la  ira,  en  el  pecho  del 
soldadote,  por  cuya  boca  salió,  atropellado  y 
torpe,  el  insulto  del  impotente. 

El  rebelde  contestó  el  insulto  con  una  mi- 
rada en  cuyos  rajaos  había  conmiseración  y 


22- 


desprecio,  conmiseración  y  desprecio  que  ex- 
presaban cómo  el  filo  del  sable  acababa  ele 
mellarse  contra  el  mármol  del  enigma. 


III 


El  toque  de  atención  acababa  de  sonaren 
el  campamento  español  donde  aquella  ma-^ 
ñaña  debía  ser  ejecutado  el  oficial  criollo. 
El  mutismo  de  éste  no  había  sido  quebran- 
tado pese  á  todas  las  instancias  hechas  por 
sus  enemigos. 

Según  las  más  insignificantes  apariencias 
moriría  sin  hablar.  Su  actitud  llegó  á  intrigar 
en  tal  forma  á  sus  terribles  jueces  que  éstos 
pusiéronse  á  cavilar  seriamente  sobre  la  cali- 
dad del  prisionero.  La  acusación  primitiva 
llegó  á  hacerse  carne  en  la  mente  de  algunos* 


¿Porqué  no?  ¿No  sería  aquél  un  español  pasa- 
do á  los  sublevados?  El  caso  era  digno  ele 
la  mayor  atención.  ¿Porqué  no  investigar 
antes  de  tomar  la  última  determinación?  No 
era  lo  mismo  matarle  como  á  enemigo  digni- 
ficándole, que  exterminarlo  como  á  traidor 
execrando  su  memoria.  .  .  . 

Llegó  á  ofrecérsele  la  vida  por  una  pala- 
bra. Entonces  el  enigma  se  hizo  más  impe- 
netrable. Cesó  la  sonrisa  y  el  labio  noble 
exteriorizó  la  idea. 

El  rebelde  aquel  era  un  símbolo.  Había 
batallado  ofreciéndose,  entero,  en  holocausto 
á  un  principio.  El  era  el  abanderado  de  la 
libertad;  peleaba  en  los  campos  de  América 
contra  el  poder  español  hoy  reinante  porque 
ese  era  el  obstáculo  presente,  la  piedra  in- 
mediata cuyo  derrumbe  se  hacía  necesario 
para  que  el  río  de  agua  dulce  y  fecunda  se 
esparciese  en  el  mundo.  Hoy  el  español, 
cruel  y  retrógrado,  empecinado  en  sostener 
dogmas  falsos,  era  el  enemigo.  Mañana  lo 
sería  el  criollo  estanciero  y  logrero,  ese  á 
quien  se  aludía  con  frase  agresiva  y  mordaz. 
Y  bien,  mañana  el  abanderado  de  la  libertad 
ofrecería  su  espada  para    hacerla   brillar  en 


24 


los  aires  siempre  en  nombre  de  su  misma 
fe,  de  su  misma  esperanza,  de  su  mismo  fue- 
go, contra  ese  nuevo  tirano,  contra  ese  nuevo 
déspota,  contra  esa  nueva  sombra.  Esa  espada 
era  la  que,  á  golpes  de  luz,  iba  esculpiendo 
el  gran  monumento  cuyos  brazos  gigantes 
amparan  la  vida  librándola  de  dolores. 

Le  escuchaban  absortos.  Aquel  oficial  her" 
moso,  sonriente  y  sereno,  de  verba  brillante 
y  fúlgida,  no  era  un  enemigo  sino  el  enemi- 
go. Encarnaba  la  idea. 

El  oficial  murió  esa  noche.  No  el  enemigo... 


h  ER/nAMOS 


Se  peleaba  en  los  campos  de  América  por 
privilegios  y  prepotencias.  Pueblos  que  se 
decían  liermanos  despedazábanse  en  un  com- 
bate donde  el  valor  rayaba  en  ferocidad,  una 
ferocidad  primitiva  y  trágica  Cuyo  origen 
parecía  residir  en  algún  odio  secular  de  ra- 
zas que  buscaran  la  mutua  desaparición,  cuan- 
do sólo  era  el  fruto  de  un  sentimiento  estre- 
cho, de  un  mal  entendido  patriotismo  fo- 
mentado en  provecho  personal  por  mandones 
de  pueblos  tan  ingenuos  como  heroicos.  ¡Po- 
bres pueblos  lanzados  en  el  desastre  y  la 
hecatombe  por  manos  ambiciosas  y  mentes 
ciegas  de  tutores  maniáticos  ó  locos! 

Fué  aquella  la  época  histórica  más  triste, 
más  luctuosa,   porque    haya  atravesado  este 


-26- 

peclazo  de  mundo  acabado  de  salir  del  domi- 
nio de  un  poder  europeo,  tan  atrasado  como 
cruel,  para  caer  en  las  tinieblas  de  la  barbarie 
propia.  ¡No  importa!  El  temor  al  mañana  no 
debe  detener  nunca  á  los  que  hacen  obra  de 
liberación.  Así  se  avanza  en  las  selvas  de- 
jando en  las  picadas  girones  de  carne  y  sudo- 
res de  amargura.  Las  generaciones  que  vie- 
nen aprovechan  los  caminos  de  los  que  al 
hacerlos  se  desgarraron  las  manos.  ¡Y  así 
siempre! 

Un  orgullo  fanático  acerca  del  valor  perso- 
nal—culto del  coraje — coadyuvado  por  un' 
sentimiento  arbitrario  de  amor  patrio — un 
color,  una  divisa,  el  nombre  de  un  caudi- 
llo— animaba  el  espíritu  de  aquellos  hom- 
bres acabados  de  alentar  por  rachas  de  gloria 
verdadera  y  pura,  á  cuyo  influjo  conquis- 
tado habían  unidos  la  libertad  de  América. 
Se  estaba  en  el  período  fatal  de  desequili- 
brio momentáneo,  proveniente  de  toda  gran 
conflagración,  de  todo  gran  movimiento  so- 
cial en  que  actúan  fuertes  pasiones,  ideales 
altos.  Los  hombres  que,  excediéndose  á  sí 
mismos,  por  sobrexcitación  en  la  lucha,  han 
realizado  una  obra  de  alcances  gigantescos 


-27- 

parece  como  si  rebajaran  sus  tallas,  redu- 
jeran sus  horizontes  al  volver  á  la  arena 
común  donde  deben  resolver  los  problemas 
acabados  de  plantear  por  sus  inteligencias 
y  por  sus  brazos.  Fallan  siempre,  como  si 
esta  tarea  estuviera  ya  fuera  de  sus  órbitas 
de  acción,  encomendada  á  otras  generacio- 
nes, como  si  el  triunfo,  desquiciándolos  y 
realizando  una  evolución  al  revés,  los  hu- 
biera arrancado   de  su  centro  de  gravedad. 

Así,  empeñados  en  una  lucha  personal, 
los  hombres  de  la  independencia  americana, 
después  del  gesto  heroico,  se  destrozaban 
junto  con  sus  pueblos  derramando  á  torren- 
tes la  sangre  en  campos  estériles.  .  .  .Fué 
el  caudillaje. 

Algo  como  una  especie  de  embriaguez  de 
furor  y  de  muerte,  había  hecho  presa  en 
aquellas  cabezas  donde  persistía  aún,  con 
caracteres  siniestros,  la  idea  del  desprecio  á 
la  vida  desde  el  tiempo  en  que  lucharon 
por  romper  yugos  de  afuera.  A  la  sazón 
bregaban  por  libertarse  de  sus  propias  pa- 
siones, proclamando  el  exterminio  de  sus 
hermanos  en  sacrificios  y  en  glorias. 


-28- 

En  el  norte  de  la  argentina,  dos  caudi- 
llos— almas  atravesadas  decían  las  buenas 
gentes — se  hallaban  empeñados  en  una  lucha 
sin  cuartel.  Caían  sus¡  secuaces  entregando 
impávidos  sus  vidas  al  monstruo  de  la  gue- 
rra civil,  como  racimos  maduros  á  manos 
del  viñador. 

Después  de  un  dia  de  horrendo  combate 
les  dos  bandos  adversos  habían  continuado 
peleando  en  la  noche,  arcabuceándose  en 
valles  y  montes  como  si  las  sombras  hubie- 
ran aparecido  solo  para  aumentar  el  caudal 
de  rencor  hirviente  en  sus  almas. 

El  aspecto  presentado  por  el  campo  de 
batalla  era.  desolante  y  terrorífico.  Moribun- 
dos que  rugían  su  derrota  por  diez  heridas, 
diez  bocas  hechas  por  el  acero  ó  el  plomo, 
— se  peleaba  hasta  morir,  nadie  caía  para 
levantarse,  —  caballos  reventados,  vientres 
abiertos,  tripas  al  aire  ostentando  colores 
de  banderas  entristecidas  por  el  tiempo  y 
las  lluvias,  rostros  desfigurados  por  el  terror 
ó  la  cólera  hasta  dar  la  impresión  de  cosas 
de  pesadilla;  cuerpos  rígidos  conservando 
aún  las  actitudes  altivas  del  postrer  mo- 
mento á  causa    del    hueco    de    piedra  ó  el 


-29- 

montículo  de  tierra  donde  por  coincidencia 
se  refugiaron  ó  apoyaron  como  para  que- 
dar muertos  y  amenazando  al  vencedor;  lan- 
zas rotas,  testigos  mudos  de  fiereza  que  de- 
cían de  brazos  nervudos  y  de  rabias  ines- 
tinguibles;  regueros  de  sangre  como  caminos 
de  carnicería,  que  hablaban,  á  los  ojos  de 
los  sobrevivientes,  de  destrucciones  y  vérti- 
gos, de  mundos  convertidos  en  mataderos 
por  la  ignorancia  y  la  crueldad,  al  mismo 
tiempo  que  de  venganzas  satisfechas,  ya  que 
la  muerte  llega  siempre  colmando  deseos  ó 
defraudando  esperanzas. 

Allá,  abrazado  á  un  enemigo,  en  un  último 
esfuerzo  de  resistencia,  el  trompa  de  órdenes 
de  uno  de  los  bandos  había  caído  al  pié 
de  un  barranco  con  la  corneta  empuñada 
á  guisa  de  sable.  Los  dos  combatientes,  rotos 
sus  huesos  en  los  cantos  de  las  piedras  con 
que  tropezaran  en  su  caída,  yacían  como 
muertos  cuando  las  estrellan  comenzaron  a 
parpadear  con  más  premura  en  el  cielo, 
anunciando  el  día.  Tres  horas  habían  pasado 
desde  el  choque  brutal  y  el  silencio  más  pro- 
fundo envolvía  á  los  dos  enemigos  que,  antes 
de  morir,  junto  con  la  aurora,   hablaron. 


-30- 

— Hermano,  dijo  el  trompa. 

El  soldado  ensayó  una  contestación  que 
salió  de  sus  labios,  secos  y  ardientes,  como 
un  silvido.    Después  articuló  algo: 

— Hermanos sí en    la    muerte,    se 

oyó  clarito. 

— La  corneta....  ahí  está....  á  tu  lado.... 
quiero  tocar  la  diana....  mi  última  diana.... 
mira....  viene  la  aurora....  hermano...  her- 
mano.... la  corneta....  mi  última  diana.... 

El  otro  hizo  un  movimiento  y  lanzó  un 
quejido.  Una  costilla  astillada  le  acababa  de 
salir  por  entre  la  piel.  Y  no  habló  más.  El 
dolor  le  ahogaba  la  voz.  Pero  haciendo 
otro  esfuerzo,  el  supremo,  empujó  la  corne- 
ta y  se  quedó  mirándola  como  diciendo: 
moriré  escuchándote. 

— ¡Gracias,  hermano!... 

Y  el  trompa  moribundo,  echado  de  espal- 
das, tomó  el  instrumento  y  entonó  la  diana, 
su  última  diana,  dirigiéndola  al  sol  quenada, 
un  sol  de  apariencia  extraña,  de  color  enfer- 
mizo, en  cuyos  rayos  trémulos  él  creyó  ver  un 
símbolo:  en  los  campos  de  América,  decía  el 
símbolo,    no  volvería    á    salir    ese  sol  g]óara 


-31- 

alumbrar  libertades  si  sus  hijos  continuaban 
destruyéndose  por  privilegios  y  prepotencias. 

Cuando  el  instrumento  cayó  de  sus  manos 
sin  fuerzas,  el  trompa  dirigió  su  vista  al 
soldado:  los  ojos  de  éste  se  reflejaron  en  los 
suyos.  Después  la  sombra.  Habían  muerto 
escudriñándose  el  alma. 

¡Hermanos! .... 


POSTRER    rULGOR 


Indios  y  gauchos  alzados  ocupaban  la 
Pampa.  Perseguidos  á  muerte  por  el  cristia- 
no tenaz  y  bárbaro,  civilizador  y  salvaje,  ha- 
bíanse diseminado  en  grupos,  fuertes  y  ágiles, 
con  el  fin  de  distraer  al  enemigo,  obligándole 
á  desunirse  también  haciendo  una  guerra  de 
recursos,  sin  contar  con  las  facilidades  de 
concentración  y  desbande  inmediato  con  que 
cada  día  asombraban  ellos,  los  hijos  del 
cardal  y  las  pajas  bravas. 


-34- 


Un  militar  de  escuela,  educado  en  el  ex- 
tranjero, de  donde  llegara  con  fama  de  gua- 
po— guerreado  había  contra  los  ejércitos  de 
Napoleón — acababa  de  formular  el  siguiente 
postulado  que  en  otra  boca  hubiera  parecido 
ridículo  por  lo  temerario  y  audaz: 

— Mil  doscientos  hombres  reclutados  en  las 
ciudades,  armados  según  mis  indicaciones, 
instruidos  bajo  mis  órdenes  y  comprometido 
quedo  á  limpiar  la   pampa  de  foragidos. 

Excusado  sería  decir  que  tan  resuelta  afir- 
mación hecha  por  tan  respetable  espada,  fué 
atendida  sin  pérdida  de  tiempo  y  que  meses 
después  la  llanura  temblaba  estremecida  por 
la  marcha  de  un  soberbio  regimiento  de  caba- 
llería que  si  en  su  activo  de  gloria  no  contaba 
el  hecho  de  haber  peleado  contra  Napoleón, 
educádose  había  de  acuerdo  con  la  disciplina 
de  los  valientes  que  le  resistieran. 

Días  hacía  que  la  presencia  de  un  caudillo 
gaucho  molestaba  á  los  inquietos  vecinos  de 
uno  de  los  más  importantes  núcleos  de  pobla- 
ción del  sur  de  Buenos  Aires,  cuando  se  anun- 
ció la  llegada  del  famoso  militar  al  frente 
del  flamante  regimiento. 

— ¡Por    fin!  Y  la  tranquilidad  fué    en  el 


-35- 

villorrio.  Los  vecinos  no  tendrían  ya  qué 
temer.  Seguros  estaban  bajo  el  brillo  de  las 
nuevas  armas,  providencia  de  tristes,  amparo 
de  cobardes,  palio  de  vírgenes,  custodia  de 
infantes.... 

Cuando  el  regimiento  acampó  cerca  del 
pueblo,  el  regocijo  no  tuvo  límites.  Se  le 
agasajó  en  todas  formas  haciéndose  votos 
muy  serios  en  favor  de  su  triunfo  completo 
contra  la  indiada  insurrecta  é  insolente  que 
no  permitía  realizar  su  obra  á  los  civilizado- 
res. Estos,  por  otra  parte,  no  pretendían  sino 
la  extinción  de  los  indios  y  la  de  sus  defenso- 
res, la  esclavitud  de  sus  mujeres  y  el  secues- 
tro de  sus  hijos.  Como  se  ve,  poca  cosa  á  la 
verdad  si  se  tiene  en  cuenta  el  fin  progresista 
que  les  guiaba.... 

Pero  el  indio,  por  intuición  ó  por  experien- 
cia, comprendiendo  el  fin  no  se  rendía.  Muer- 
to ó  libre  había  dicho  y  blandía  su  lanza  como 
un  desesperado  frente  al  abismo.  De  todas 
maneras  muerte  por  muerte  moriría  matan- 
do, vengándose  del  cristiano  civilizador  y 
salvaje. 


-36- 


Un  día  de  descanso  y  el  regimiento  se  puso 
en  marcha,  rumbo  al  sitio  donde  la  indiada 
y  el  gauchaje  alzado  acampaban.  Ya  verían 
estos,  quienes  eran  los  soldados  que  la  severa 
disciplina  europea  educara.  Contra  ellos  nada 
podrían  la  astucia  gaucha,  ni  la  ferocidad 
querandí.  El  ínclito  jefe,  poniendo  en  ejecu- 
ción tácticas  modernas  aprendidas  en  luchas 
dignas  de  lauros  y  consagraciones — desbara- 
tado fué  con  ellas  el  plan  de  un  insolente 
invasor  de  pueblos — decidido  había  la  suerte 
de  los  habitantes  pampeanos,  los  terribles 
foragidos  cuya  actitud  rebelde  detenía  la 
obra  de  los  civilizadores  bárbaros. 

Todo  insometible  es  un  foragido  juzgado 
con  el  criterio  del  dominador.  Así  el  militar 
ínclito,  al  frente  de  su  regimiento  en  tren  de 
asolar  la  Pampa,  ocupaba,  en  relación  al  indí- 
gena rebelde,  el  sitio  que  Napoleón  ante  los 
pueblos  que  pretendiera  atar  al  carro  de  sus 
victorias.  El  ínclito  militar  no  pensaba  que 
el  presente  invasor  de  la  Pampa  fué  ayer 
foragido  en  Europa  resistiendo  á  la  espada 
de  otro  invasor. 


-s: 


u 


Era  el  amanecer.  Había  seca  y  ya  el  sol 
quemaba.  El  flamante  regimiento  hendía  los 
campos  en  aquel  día  de  Enero,  ebrio  de  glo- 
rias prematuras.  Iba  á  estrenarse  combatien- 
do á  un  enemigo  considerado  fuerte  basta 
entonces  sólo  porque  eran  débiles,  muy  débi- 
les las  fuerzas  lanzadas  en  su  persecución. 
Después  de  tres  horas  de  marcha  hizo  alto  en 
una  hondonada  y  destacó  una  comisión  para 
que  interrogara  desde  la  loma.  Estaban  fren- 
te á  frente  de  la  columna  gaucha. 

Al  rato  la  comisión  regresaba  trayendo 
nuevas.  La  columna  se  ponía  en  movimiento 
camino  del  Sur.  Se  retiraba  al  fondo  del  de- 
sierto á  paso  lento  como  de  paseo  solemne. 
¿Qué  hacer?  Se  ordenó  el  avance  y  poco 
después  el  regimiento  coronó  la  loma  desde 


-38- 

donde  lucieron  al  aire  y  brillaron  al  sol  los 
blancos  de  los  sables  y  los  amarillos  oro  de 
los  galones. 

La  columna  gaucha  estaba  todavía  á  tiro 
de  fusil  cuando  volvió  á  hacer  alto. 

— ¡Paso  de  carga! 

Y  el  regimiento,  como  un  solo  cuerpo, 
avanzó  hacia  la  columna  haciendo  los  pri- 
meros disparos. 

Entonces  pudo  verse  el  prodigio.  Como 
por  encanto  ó  movidos  por  un  resorte  la  in- 
diada y  el  gauchaje  en  dispersión  desapare- 
cieron de  la  vista  del  regimiento,  cuyo  jefe 
no  sabiendo  para  que  punto  seguir  avan- 
zando hizo  detener  la  marcha. 

En  minutos,  en  segundos,  el  enemigo  ha- 
bíase disuelto.  ¡Yaya  un  caso! 

Perdíase  aun  en  conjeturas  el  jefe  del  regi- 
miento urbano  dirigiendo  sus  anteojos  en 
todas  direcciones  tras  la  silueta  de  los  últi- 
mos centauros  en  fuga,  cuando  allá,  coro- 
nando otra  loma,  vio  un  grupo  que  por  mo- 
mentos iba  ensanchándose.  Se  diría  que  la 
Pampa  florecía  en  rebeldes. 

— ¡Más  enemigos!  pensó. 


-39- 

Y,  ardiendo  en  deseos  de  encontrarles,  dio 
la  voz  de  avance  hacia  la  loma. 

Ya  cerca  de  esta  quedó  de  nuevo  asom- 
brado. Sobre  ella — arte  de  magia — la  colum- 
na gaucha,  rehecha  sin  que  faltara  un  solo 
jinete,  recomenzaba  al  paso  su  retirada  so- 
lemne. 

* 

La  persecución  duró  dos  días  sin  conse- 
guir hacerle  destrozos  al  enemigo,  quien, 
más  de  una  vez,  llegó  á  ponerse  á  tiro  del 
regimiento  braveando  bajo  los  disparos  de 
las  tercerolas  de  su  vanguardia. 

Al  atardecer  del  segundo  día,  locos  de  sed 
y  de  cansancio,  algunos  soldados  del  regi- 
miento rindieron  sus  armas  y  sus  bríos  al  sol 
que  los  dardeaba  cruelmente.  Hubo  rezaga- 
dos. No  podían  más.  Diez  veces  el  flamante 
regimiento  estuvo  sobre  la  columna  y  diez 
veces  ésta,  desbandada  ante  su  vista,  habíase 
rehecho  á  la  distancia  como  invitándolo  á 
un  nuevo  persegimiento. 


-40- 

Una  hora  haría  que  ambos  enemigos  mar- 
chaban por  entre  un  pajonal.  La  fiebre  que 
sostuviera  hasta  entonces  á  los  soldados  ha- 
bíales ofuscado  al  extremo  de  no  darles  con- 
ciencia del  peligro.  Si  alguien  pensó  en  una 
emboscada  en  realidad  no  la  temió,  tanto  era 
el  deseo  de  encontrar  un  obstáculo  de  verdad 
que  alterara  la  monotonía  de  aquella  perse- 
cución á  un  fantasma. 

Momentos  artes  un  baquearo  había  soste- 
nido con  el  jefe  un  diálogo  significativo. 

— ¿Adonde  estamos? 

— En  el  pajonal  grande,  al  sur  del  Que- 
quen. 

Y  el  baqueano,  como  si  el  dolor  común  le 
diera  una  confianza  desconocida  hasta  ese 
instante,  agregó  en  tono  de  camarada: 

— Aquí  á  de  haber  indiada  escondida. 
Sería  mejor  hacerse  á  un  lao  y  aguaitar. 

Y  esta  fué  la  única  vez  de  alarma,  el  solo 
aviso  previsor,  la  nota  exclusiva  de  pruden- 
cia, dada  entre  aquellos  hombres  ansiosos  de 
un  combate  reparador  que  diera  término  á 
una  situación  más  inquieta  y  desesperante 
aún  que  el  choque  cuerpo  á  cuerpo  con  el 
enemigo. 


-41- 


El  jefe  no  oyó  al  baqueano  y  el  regimien- 
to continuó  su  marcha  avanzando  en  el  mis- 
terio del  pajonal  grande. 


III 


La  seca  en  el  campo  es  como  un  prólogo 
de  la  muerte.  Habla  de  cosas  que  se  extin- 
guen, de  agonías  lentas,  de  dolores  gañien- 
tes. El  espíritu,  contagiado  por  la  tristeza 
de  la  tierra,  siéntese  doblegar  también  como 
los  tallos  de  las  plantas  sedientas  que  van  á 
morir. 

El  mar  agitado  impone,  sereno  emociona, 
la  montaña  da  sensaciones  de  vértigo;  el  mon- 
te, de  frescura  ó  de  miedo;  la  Pampa  seca 
reduce,  empequeñece,  agobia.  El  gaucho  es 
triste  quizá  sólo  porque  no  ha  podido  ven- 
cer á  la  seca.  El  gaucho  es  triste  porque 
ha  visto  muchas    veces    morir   sus  ganados 


42- 


— su  fuente  directa  de  vida — en  pampas  de 
luto  donde  se  ha  dejado  después  él  mismo 
aniquilar  lenta,  desgarradoramente. 

En  aquel  día  de  Enero  en  que  un  regi- 
miento de  soldados,  equiparado  á  la  moder- 
na, perseguía  el  exterminio  del  habitante 
indígena  de  la  Pampa,  se  hacía  sentir  la 
seca  en  una  forma  casi  trágica. 

El  campo  se  arrugaba,  resquebrajándose 
á  simple  vista  bajo  los  rayos  de  un  sol  furio- 
so. La  sabandija,  como  en  atolondramiento 
de  locura,  saltaba  desesperada.  La  mosca 
brava,  el  mosquito  y  el  tábano,  esgrimían  sus 
dardos  y  aguijones  contra  las  pobres  carnes 
de  hombres  y  de  bestias.  El  dolor  estaba  en 
el  aire  caliente  que  soplaba  como  si  acabara 
de  atravesar  por  el  vientre  de  un  horno 
gigantesco;  en  la  luz,  arrojada  por  el  astro 
formidable  como  en  son  de  amenaza,  con 
gesto  de  cólera  y  en  el  suelo,  dentro  del  car- 
dal fustigante  cuyas  espinas  diríase  aguzadas 
por  el  calor.  Todo  ardía  en  crispamientos 
de  desesperación  y  angustia.  ¡En  tanto  el 
hombre  sólo  pensaba  en  exterminar  al  hom- 
bre! 


•43- 


TV 


— ¡Baqueano  Ramírez!  gritó  de  pronto  el 
jefe,  haciendo  nacer  alto  ante  la  indiada  y 
el  gauchaje  que  huían. 

— ¡Ordene,  mi  jefe! 

— Como  Vd.  ve  la  columna  se  dispersa  de 
nuevo.  ¿Dónele  cree  Yd.  que  podrá  rehacer- 
se esta  vez? 

— ¿Quiere  que  le  hable  con  franqueza? 

—Diga  Yd. 

— Bueno.  La  persecución  ha  concluido,  mi 
jefe.  Si  aquí  no  hay  indios  es  porque  éstos 
van  á  prenderle  fuego  á  los  pastos. 

El  baqueano  era  gaucho  también  y  sabía 
de  estas  cosas. 

— ¿Usted  cree? 

— Que  si  es  así  van  á  quemarnos  vivos. 

— ¡Hay  que  ordenar  retirada,   entonces! 

— Será  inútil,  mi  jefe. 


-44- 

— ¿Por  qué? 

— Estamos  en  el  centro  mismo  del  pajonal. 
Pa  cualquier  lao  que  agarremos  tenemos 
más  de  dos  leguas. 

— ¿Y  Yd.  si  presentía  el  hecho  porque  no 
ha  avisado  con  tiempo? 

El  baqueano  hizo  un  ademán  extraño  que 
quería  decir:  Cualquiera  le  hacía  adverten- 
cias á  este  jefe,  de  aspecto  extranjero,  con 
más  ínfulas  que  un  emperador.  El  no  avisó 
porque  la  disciplina  le  impedía  hacer  oir  su . 
voz.  Por  otra  parte  algo  había  hablado  sin 
que  le  hicieran  caso.  ¡Si  se  hubieran  hecho  á 
un  lao  como  él  dijo! Ahora  era  tarde. 

Un  momento  después  comenzaba  á  sen- 
tirse olor  á  humo. 

El  pajonal,  adonde  el  caudillo  gaucho  con 
astucia  felina  había  conducido  al  regimien- 
to, acababa  de  ser  incendiado  por  los  cuatro 
costados.  El  incendio  avanzaba  en  círculo 
hacia  el  centro. 


-J5- 

— ¿Para  dónde  irán  los  indios? 
— Para  el  sur,  mi  jefe. 

— ¡Para  el  sur,  entonces? — exclamó  el  jefe 
con  gesto  heroico. 

— ¡Cara  al  fuego,  muchachos! — dijo  el  ba- 
queano castigando  el  flete  y  perdiéndose  en 
la  espesura. 

Fué  la  señal,  el  sálvese  quien  pueda  en 
forma  más  hermosa.  Los  esfuerzos  del  jefe 
y  sus  oficiales  resultaron  inútiles  para  con- 
servar la  disciplina  frente  á  la  muerte. 

Galopando  ya  entre  llamas  los  soldados 
del  flamante  regimiento  iniciaron  la  disper- 
sión, una  dispersión  desesperada  y  única. 

Al  principio  parecieron  salamandras  mo- 
dernas atravesando  líneas  de  fuego,  sin  ver 
ni  sentir  el  efecto  de  éste  en  las  carnes. 
Después,  calentadas  las  ropas,  se  colorearon 
los  rostros  y  las  manos;  de  pronto  las  rachas 
de  viento  ya  no  producían  alivio  porque 
parecían  arder  también,  aún  en  los  sitios 
ralos  de  pasto,  donde  el  incendio  no  pren- 
día. Algunos  caballos  sintieron  la  asfixia 
antes  que  los  jinetes  y  cayeron  rendidos, 
muertos  de  pie,  después  de  dar  generosos  á 
sus  ginetes,    al  par  del    último  latigazo,  el 


-46- 

último  aliento  de  vida;  olor  de  chamusquina 
espesó  el  ambiente  y  todo  fué  desorden, 
gritería  y  horror. 

La  Pampa  en  llamas,  sirviendo  de  tumba 
al  regimiento,  simbolizó  en  aquel  atardecer 
trágico  el  triunfo  momentáneo  de  la  astucia 
gaucha  sobre  la  fuerza  disciplinada  del 
cristiano  civilizador  y  bárbaro. 


GRITOS     MU  EVOS 


En  aquella  tarde  de  Enero,  cálida  hasta 
el  bochorno,  mientras  en  la  sala  lujosa  del 
cuartel  se  desarrollaba  una  partida  de  nai" 
pes,  en  un  rincón  de  la  cuadra  el  grupo 
conspirador  de  soldados  había  resuelto  el 
punto. 

¡Y  en  qué  forma!  Si  la  oficialidad  iba  al 
motín,  á  la  revolución  como  la  llamaban, 
ell0s,  los  veteranos  de    cien    combates,    los 


-48- 

eternos  manejados,  carne  sangrienta  siem- 
pre, cosa,  instrumento  ciego  hasta  hoy,  se 
erguirían,  por  fin,  reclamando  su  puesto  de 
hombres  haciendo  fuego  contra  la  oficiali- 
dad. Y  ahora  silencio,  mutismo  de  muerte 
hasta  el  momento  trágico.  ¡Ya  verían  en- 
tonces quienes  eran  los  pobres  soldados, 
máquinas  que  no  sabían  otra  cosa  que  obe- 
decer á  la  orden,  al  capricho  ó  á  la  absur- 
didad  de  los  jefes,  según   todos! 

Por  otra  parte  ya  estaban  escarmentados* 
¿Se  había  acaso  nunca  tenido  en  cuenta 
sus  opiniones  al  comprometerse?  La  oficia- 
lidad decía  sí  y  basta.  Después,  en  una  no- 
che triste,  en  silencio,  como  á  los  muertos, 
se  les  sacaba  del  cuartel  y  al  combate.  Al 
que  no  marchaba,  ya  se  sabía,  el  más  gua- 
po de  los  jefes  lo  daba  vuelta  de  un  sabla- 
zo y  asunto  concluido.  Pasaban  sobre  el  ca- 
dáver que  servía  de  escarmiento  y  el  hecho 
no  volvía  á  producirse. — ¡Pero  esta  vez!.... 
Que  los  gobiernos  eran  malos  ¿quién  lo 
ignoraba?  Sí,  eso  no  tenía  discusión;  todos 
eran  malos;  ellos,  los  eternos  manejados,  lo 
sabían  mejor  que  nadie.  Pero  entonces  ¿pa- 
ra qué  cambiarlos?  Al  fin  y  al  cabo  venían 


-49- 

los   otros,  el  nuevo  gobierno,  y  el  dolor  con- 
tinuaba pegado  á  la  herida. 

La  verdad  era  que  el  sargento  Pereyra 
les  había  abierto  los  ojos.  Un  día  les  había 
echado  casi  un  discurso.  Y  después,  auno 
por  uno,  los  fué  convenciendo.  El  sargento 
les  decía: 

— Esta  vez  no  nos  resignaremos  mucha- 
chos. Quieren  llevarnos  pa  cuerearnos  como 
á  carneros.  Y  todo  para  poner  otro  presi- 
dente. No  les  demos  el  gusto.  Cuentan  con 
nosotros  sin  decirnos  nada.  Cuando  tenga- 
mos que  hablar  hagámoslo  con  la  boca  de 
los  fusiles  y  las  lenguas  de  fuego  contra 
ellos.  Así  aprenderán  á   respetarnos. 

Y  en  ese  «aprenderán  á  respetarnos»,  di- 
cho con  fuerza,  había  tanta  resolución  que? 
después  de  escuchado,  no  era  dable  dudar 
de  la  suerte  de  los  oficiales:  la  frase  cons- 
tituía sus  sentencias  inapelables  de  muerte. 


-50- 


II 


El  cuartel  estaba  situado  cerca  de  un  im- 
portante puerto  de  la  República,  en  cuyas 
tareas  de  carga  y  descarga  se  ocupaban 
más  de  mil  seiscientos  hombres.  Era  época 
de  reivindicaciones  obreras  y,  en  más  de  una 
ocasión,  las  tropas  habían  sido  solicitadas  del 
puerto  con  urgencia  para  sofocar  lo  que  se 
había  dado  en  llamar  revueltas  de  la  chusma. 
La  chusma  obrera  erguíase,  brava,  contra 
la  capitalista,  quien  alarmada  ante  el  magno 
peligro  de  perder  parte  de  sus  ganancias 
echó  mano  de  todos  los  recursos  llegando 
en  su  desesperación  á  buscar^  amparo  bajo 
los  cañones  y  los  sables  confiados  á  los  defen- 
sores de  la  nación  y  cedidos  para  el  caso  por 
un  gobierno   complaciente.  No  causó,  pues; 


—51- 

extrañeza  entre  los  soldados  la  noticia  llega- 
da esa  noche. 

Los  obreros  del  puerto  habíanse,  nueva- 
mente, declarado  en  huelga  y  para  sofocar 
á  ésta  se  pedía  ayuda  á  las  tropas  desta- 
cadas en  las  cercanías.  Y  los  pobres  crio- 
llos, ofuscados  ante  el  deseo  de  peliar  contra 
los  gringos  que  perjudicaban  al  país  con  sus 
batuques,  según  la  expresión  del  comandante 
del  regimiento,  no  meditaron  un  solo  ins- 
tante pareciéndoles  muy  largo  el  tiempo  des- 
tinado al  alistamiento  de  armas  y  útiles  de 
campaña. 

A  las  dos  de  la  mañana  estaban  en  dispo. 
sición  de  marcha  y  en  condiciones  de  entrar 
en  combate  contra  todas  las  dinamitas  obre- 
ras habidas  y  por  haber.  Si  querían  los  jefes 
ya  verían  los  gringos  quienes  eran  ellos,  los 
soldados  pampas  hechos  á  todos  los  dolores, 
aptos  para  todos  los  sacrificios.  Si  se  les  de- 
jaba eran  capaces  de  acabar  para  siempre 
con  las  huelgas,  porque  en  su  oscura  men- 
talidad pensaban  acabar  con  la  enfermedad 
acabando  con  el  enfermo. 

Sin  saberse  el  motivo  en  las  filas  hasta  dos 
horas  más  tarde,  cuatro  de    la  mañana,  no 


-52— 

se  dio  la  orden  de  marcha  y  con  el  asombro 
consiguiente  no  fué  ésta  en  dirección  al 
puerto  sino  á  la  estación  del  ferrocarril  que 
quedaba  á  la  izquierda. 

¿Qué  significaba  aquello? 

Por  la  mente  de  los  soldados  cruzó,  veloz, 
la  idea  del  engaño.  Pero  una  vez  más  la 
disciplina  los  contuvo  y  al  toque  de  corneta 
obedecieron. 

Bajo  la  aurora  allá  van  las  tropas,  má- 
quinas de  muerte,  á  través  de  la  Pampa  cuyos 
colores  claros  se  confunden  con  los  brines 
grises  de  los  trajes.  Al  rato  las  bayonetas 
brillan  reverberando  á  un  sol  que  amenaza 
ser  de  fuego.  Ni  un  rumor  turba  el  monó- 
tono paso  de  los  hombres  armados  y  sin  que 
un  principio  de  cansancio  asome  á  sus  ojos, 
antes  de  una  hora  hacen  alto  al  pió  mismo 
de  la  estación  ferrocarrilera  con  los  pies 
frescos  por  el  rocío  de  la  noche  acumulado 
en  los  pastos  y  la  cabeza  caliente  por  los 
primeros  rayos  del  sol  concentrados  en  sus 
kepíes. 

En  la  estación  les  esperan  con  malas  noti- 
cias los  miembros  de  la  junta  revolucionaria 
de    la    localidad.    Los    telegramas    llegados 


-53- 

hasta  esa  hora  hacen  presumir  el  fracaso  del 
movimiento  en  la  capital,  foco  principal  de 
éste. 

Los  oficiales  sublevados  se  consultan.  ¿Qué 
hacer  frente  al  fracaso?  Había  que  esperar  la 
certidumbre.  De  todas  maneras  estaban  per- 
didos. No  podían  volver  atrás.  Era  inútil 
por  cuanto  la  sublevación  se  había  produ- 
cido y,  tarde  ó  temprano,  tenía  que  ser  cono- 
cida. Cuando  llegaran  informes  condimentes 
ya  resolverían.  Algunos  opinaban  que  debía 
jugarse  el  todo  por  el  todo:  marchar  contra 
la  capital,  levantando  gente  en  la  marcha  y 
allí  caer  como  hombres  si  era  necesario  sacri- 
ficándose por  la  causa.  La  opinión  no  pare- 
cía mu}^  arraigada  j)ero  fué  echada  al  viento 
y  recogida  sin  eco,  naturalmente. 

Después  se  habló  en  frases  cortas  y  ner- 
viosas que  atravesaban  el  aire,  éstas  como 
flechas  con  puntas  preñadas  de  veneno — la 
ira,  la  fiebre  producida  por  la  derrota  pre- 
matura —  aquellas  tristes,  quejumbrosas, 
ebrias  de  amarga  decepción — esperanzas  de 
glorias  frustradas  al  nacer,  laureles  cortados 
al  ras  apenas  erguidos  sobre  la  tierra — otras 
agrias,   rispidas    como    silviclos    de    víbora, 


-54— 

decían  de  despecho,  de  encono,  de  negras  pa- 
siones estallando,  impotentes,  en  pechos  de 
bronce:  tal  cual,  resignada,  casi  doliente, 
salida  con  gesto  indescifrable  por  boca  rugo- 
sa, rompía  el  áspero  concierto  evocando  una 
vida  inútil,  sin  voluntad,  empujada  siempre 
por  el  azar  y  golpeada  por  el  dolor. 

En  tanto  entre  la  tropa  corría  el  terrible 
murmullo:  nos  han  engañado  y,  ahora,  querrán 
vendernos.  Y  una  voz  poderosa,  formidable? 
inspiradora  de  venganzas,  rugíales  cosas  trá- 
gicas. 

¿Así  se  hacían  revoluciones  que  no  revolu- 
cionaban nada?  ¿Así  se  jugaba  con  ellos,  con 
su  sangre,  con  sus  destinos,  con  sus  vidas, 
arrojándolos  al  estercolero  ó  á  la  muerte  sin 
un  escrúpulo,  sin  un  remordimiento?  Pues 
bien,  ahora  verían  lo  que  ellos  significaban? 
lo  que  ellos  valían,  lo  que  eran  capaces  de 
realizar.  ¿Salvajes?  ¿Y  los  otros?  Los  que  los 
arreaban  como  animales  sólo  útiles  para  dar 
su  sangre  como  si  se  tratara  de  un  simple 
negocio  de  carnicería?  ¿Con  qué  sí?  ¿Instru- 
mentos ellos?  Ya  estaba  dicho:  lo  serían  pero 
de  sí  mismos.  En  esa  forma  aprenderían  á 
respetarlos 


-55- 


III 


Los  miembros  de  la  junta  revolucionaria 
habíanse  dado  cuenta  del  estado  de  ánimo 
de  las  tropas  y,  en  consecuencia,  propuesto  á 
la  oficialidad  una  huida  decorosa.  Quedarse 
implicaba  el  desafío  á  la  muerte,  un  desafío 
á  pura  pérdida.  Ellos,  en  el  momento  opor- 
tuno, harían  entrega  de  la  tropa  cargando 
con  la  parte  de  responsabilidad  correspon- 
diente en  el  desastre.  El  tren,  listo  para 
partir,  había  levantado  vapor  y  sólo  espera- 
ba la  señal  del  presidente  de  la  junta  para 
ponerse  en  camino. 

Aceptado  el  procedimiento  los  oficiales 
resolviéronse  á  ponerlo  en  práctica  sin  pér- 
dida de  tiempo. 


-56- 

— ¡Se  van  los  guajDos! — gritó  de  pronto  el 
sargento  Pereyra  al  ver  saltar  al  tren  con 
agilidades  felinas  al  primer  oficial. 

¡A  las  armas,  muchachos!  ¡Preparen! 

El  tren  arrancaba,  pesado  pero  seguro, 
cuando  sonó  la  primer  descarga  dirigida  por 
el  terrible  sargento.  Los  pasajeros  se  arquea- 
ron sobre  los  asientos  y  echáronse  de  barriga 
en  el  suelo  para  dejar,  por  si  acaso,  libre 
de  carne  humana  el  camino  de  los  proyecti- 
les. Después  el  convoy  empezó  á  perderse 
en  la  Pampa.  La  oficialidad  estaba  en  salvo. 

—¡Malaya  el  destino!  ¿Y  ahora? 

La  voz  del  sargento  se  alzaba  dominando 
la  escena. 

En  el  andén  de  la  estación  el  grupo  for- 
mado por  los  miembros  de  la  junta  revolu- 
cionaria parecía  una  mancha,  una  sombra 
fijada,  detenida  allí  en  el  mismo  centro, 
diríase  en  conglomeración  de  espanto. 

— ¡Fuego  á  la  junta! — atronó  el  sargento 
apuntando  á  la  sombra  con  el  cañón  del 
mauser. 

— ¡Fuego!  ¡Fuego! — contestó  la  montonera 
llenando   el  espacio  con  el  alarido. 


-57- 

Y  la  sombra,  silenciosamente,  comenzó  á 
deshacerse  en  cadáveres. . .  . 

Sin  un  gemido,  sin  un  lamento — el  plomo, 
diligente,  sofocaba  hasta  el  sollozo — caían 
fulminadas  aquellas  energías,  existencias  pre- 
ciosas, juventudes  lucientes,  víctimas  aunque 
culpables  también  ellas  del  salvajismo  de  una 
época. 


Salvaje 


LA  PEMDEMCIfl 


Iba  loco  marchando  entre  los  pastos,  al- 
tos como  montes;  y  en  el  rostro,  como  un 
castigo,  sentía  el  azote  de  las  pajas  bravas. 

Cruzaba  el  matorral  rumbo  al  poblado 
en  busca  de  aguardiente  y  de  pendencia. 
En  la  frente  el  ceño  fiero,  en  los  ojos  la 
mirada  torva  y  en  lo  interior,  hinchando 
el  nervio  y  el  músculo,  la  levadura  salvaje 
de  la  raza. 


-62- 

El  viento,  que  soplaba  del  norte,  empu- 
jábale con  sus  efluvios  cálidos,  de  fuego;  el 
sol  cruel,  terrible,  le  hería  las  anchas  es- 
paldas con  sus  mil  dardos  ígneos;  y  el  am- 
biente, todo,  parecía  azuzarlo,  espolearlo? 
precipitarlo  hacia  la  lucha  violenta,  hacia 
el  choque  rudo,  hacia  el  encuentro  brutal, 
hacia  la  expansión  primitiva  de  las  fuerzas 
combativas,  latentes  en  nuestra  naturaleza. 
— ¡Aquí!  dijo  de  pronto  el  gaucho,  recogió 
con  brazo  hercúleo  la  rienda  de  piel  tren- 
zada y  paró  de  golpe  el  pingo  frente  mis- 
mo de  La  Esperanza,  el  más  fuerte  y  res- 
petado almacén  de  la  colonia. 

Echar  pie  á  tierra,  atar  la  cabalgadura  y 
presentarse  como  un  fantasma  en  la  tras- 
tienda reservada,  fué  todo  obra  de  un  ins- 
tante. 

Era  día  de  fiesta  y  allí,  sentados  amable- 
mente, charlando  y  bebiendo  cerveza  em- 
botellada se  encontraba  un  grupo  de  veci- 
nos, hombres  caracterizados  de  la  comarca, 
judíos  agricultores  en  su  totalidad  que  des- 
cansaban de  las  rudas  tareas  semanales. 

— ¡Cañe jo!  ¡Y  por  tan  poco!  En  tuavia  es 
temprano  pá  asustarse,  exclamó  en  su  jerga 


-63- 

pintoresca  el  recién  venido  al  contemplar  el 
asombro  délos  circunstantes;  y  los  ojos  del 
gaucho  relampaguearon  en  la  semioscuri- 
dad  de  la  estancia,  con  resplandores  extra- 
ños que  tuvieron  la  virtud  de  poner  en  sobre 
aviso  á  los  plácidos  parroquianos. 

Tomó  el  importuno  un  banco  y  junto  á 
una  pequeña  mesa,  la  única  visible  fuera  de 
la  en  que  bebían  los  judíos,  ocupó  su  sitio. 
Golpeó  fuerte  después  con  el  cabo  del  re- 
benque y  esperó  al  mozo. 

— Déme  de  esa  misma  bebida.  ¡Una  bo- 
teya  pá  mi    sólo!  ¿Oye?... 

Volvió  el  mozo  con  una  mala  noticia.  En 
la  casa  no  había  más  cerveza.  Así  decía  el 
patrón  ... 

— Bueno,  no  importa,  mire:  sírvame  de 
esa,  no  más.  Y  señaló  el  gaucho,  con  el  re- 
benque, la  botella  á  medio  vaciar  erguida 
con  altivez  sobre  la  mesa  grande.  Los  judíos 
se  miraron  sin  decir   palabra. 

El  mozo,  muchacho  extranjero  también  y 
bastante  tímido,  no  se  atrevía  ni  á  desobe- 
decer al  gaucho  que  había  entrado  preten- 
diendo imponerse,    ni  á   faltar  el  respeto  á 


-64- 

los  clientes  conocidos.  Al  ver  su  indecisión 
el  gaucho  tuvo  un  arranque. 

— ¡Sirva,  le  digo!  ¡0  de  no!... 

El  muchacho  asustado  tomó  la  puerta. 

En  tanto  los  judíos  habían  vuelto  á  mi- 
rarse y  continuaban  mudos,  formando  en 
medio  de  la  sala,  algo  así  como  una  grande, 
enorme  interrogación. 

— ¡Canejo!  dijo  el  gaucho  levantándose  con 
cierta  majestad  compadrona  que  le  daba 
todo  el  aire  de  un  dominador  campestre,  de 
un  Mefistófeles  pampeano. — ¡A  ver,  gringos! 
agregó  ¿por  qué  no  invitan?  ¡O  van  solos  á 
tomarse  todo  el  jagüel!  Dejen  un  trago  pá  el 
gaucho  pobre....  Y  se  acercó  á  la  mesa.  Al- 
guien se  atrevió  á  contradecirle,  muy  débil- 
mente, por  cierto,  tratando  de  poner  término 
á  la  insolencia. 

Iba  á  hablar  de  nuevo  el  gaucho  cuando 
apareció  el  patrón. 

— Haga  el  servicio  de  retirarse,  será,  mejor 
para  todos,  dijo  razonablemente  el  dueño 
de  casa. 

— Con  usted  no  es  el  asunto,  amigo,  replicó 
el  gaucho.   ¡Hágase  á  un  lao  y  no  embrome! 


-65— 

Estos  señores  me  han  invitan  y  eso  es  todo; 
agregó  socarrón  amenté. 

Con  la  llegada  del  patrón  los  judíos  habían 
cobrado  corage  y  se  pusieron  de  acuerdo, 
hablando  en  su  idioma,  para  deshacerse,  en 
cualquier  forma,  del  pendenciero.  Por  lo  que 
pudiera  acontecer  uno  de  ellos  tenía  revólver. 
Y  si  era  necesario  se  emplearía.  La  resolu- 
ción, como  se  vé,  estaba  á  la  altura  de  las 
circunstancias  y,  lógicamente,  no  podía  ser 
otra. 

Entre  tanto  el  gaucho  había  tomado  la  bo- 
tella y  con  una  flema  única  se  servía  un 
vaso  que  empuñó  á  guisa  de  bandera.  El  se 
consideraba  ya  en  campo  conquistado. 

El  más  quisquilloso  de  los  judíos  retiró  la 
botella  y  se  le  enfrentó  decididamente  al  gau- 
cho apostrofándole  por  su  actitud.  El  salvaje 
no  esperó  más. 

— ¡Toma  eso!  Y  le  arrojó,  entero,  al  rostro 
el  líquido  servido.  Entonces  los  com- 
pañeros se  irguieron,  rápidos,  como  tocados 
por  un  resorte  eléctrico  y  trataron  de  echár- 
sele encima  al  gaucho.  Pero  éste,  como  una 
luz,  se  les  escurrió  de  las  manos  y,  de  un 
salto,  corrióse  hasta  la   pared,  escudándose; 


-66- 


sacó,  rápido,  el  arma  filosa  y  atropello  al  gru- 
po que  tuvo  que  replegarse  hacia  el  fondo. 
Sonó  un  tiro,  el  gaucho  pareció  vacilar  un 
momento;  enseguida,  con  mirada  de  águila 
de  animal  de  presa,  escudriñó  al  enemigo  y 
cayó,  daga  en  mano,  sobre  el  judío  armado. 
Después  un  gemido,  el  ¡ay!  del  moribundo, 
un  cuerpo  que  cae,  el  desbande  del  grupo 
ganando,  aterrorizado,  la  puerta  de  salida  y, 
por  fin,  la  figura  del  gaucho,  dueño  del  cam- 
po ya,  destacándose  terrible,  limpiando  sobre 
el  cuerpo  del  vencido  la  hoja  del  acero  en- 
sangrentada. 

— ¡Aura  sí!  dijo;  tomaré  solo....  Y  alli,  al 
pie  del  sacrificado,  empinó  la  botella  que, 
milagrosamente,  había  quedado  parada  en 
medio  del  estrago. 

Minutos  después  abandonaba  el  gaucho  La 
Esperanza  y,  á  galope  corto,  emprendía,  tran- 
quilo, el  viaje  rumbo  al    nido  de  la  prenda. 


-  <}/ 


II 


En  el  rancho. 

— Me  voy  del  pago  y  para  siempre.  Esta 
no  me  la  perdonan,  china.  Tené  paciencia. 
Puede  ser  que  alguna  vez  volvamos  á  encon- 
trarnos. Cuidálo  al  nene.  Dame  un  beso  y 
cébame  un  mate.  El  último;  el  de  despedida. 
En  cuanto  oscuresca.  y  esto  será  pronto,  me 
pongo  en  camino. 

— Te  has  perdido.  Juan;  y  por  .tú  culpa. 
Pero  yo  te  esperaré  hasta  la  muerte.  ¡Te 
lo  juro! 

Esta  escena  tierna,  que  no  debe  asombrar 
á  nadie  por  cuanto  también  los  tigres  saben 
acariciarse,  se  prolongó  hasta  que  las  som- 
bras comenzaron  á  aparecer  en  la  altura. 


-68- 

— Que  la  suerte  te  ayude,  Juan. 

— Adiós,  prenda. 

Estaban  en  la  puerta  del  rancho  cuando 
se  oyó,  afuera,  el  relincho  del  moro  atado 
corto  adentro  del  patio.  En  seguida  ladraron 
los  perros. 

—No  te  asustes,  china.  Será  mi  compadre 
Martín.  Déjame  asomar. 

La  pobre  mujer  temblaba  presintiendo 
cesas  negras.  Si  fuera  su  compadre  los  pe- 
rros se  habrían  callado.  En  cambio  ladra- 
ban desesperadamente. 

Cuando  el  gaucho  se  asomó  á  la  puerta 
quedó   como  clavado  en  ella.    Nunca  había 

tenido  miedo.    Pero   ahora ¡No!    No  fué 

miedo  lo  que  sintió,  en  verdad.  Es  que  se 
acababa  de  ver  muerto  y  con  él  la  prenda 
y  el  hijo.  En  la  puerta  del  rancho  había  más 
de  cien  hombres  armados.  Eran  los  judíos, 
todos  los  judíos  de  la  comarca.  ¡Los  venga- 
dores! ¡Ah,  guapos!  ¡Un  batallón,  un  ejército 
para  él  solo!  Rujian.  Las  fieras  venían  á  ma- 
tar á  la  fiera.  Entonces  tuvo  el  rasgo  su- 
premo. 

— Anda  con  el  chico  voz  y  déjame  salir 
solo. 


— b9— 

— ¡Quédate,  Juan!  ¡No  salgas!  ¡No  quiero! 

— Si  no  salgo  harán  fuego  contra  el  ran- 
-cho.  ¡Salva  al  chico! 

En  esto  una  bala  de  winchester  atravesó 
el  rancho. 

— ¡Me  van  á  matar  el  chico;  y  á  vos  tam- 
bién! 

La  situación  no  podía  prolongarse. 

— ¡Agáchate  y  salí  por  este  costado!  Y  la 
^arrastró  á  la  mujer. 

El  gaucho  había  calculado  todo  con  pre- 
cisión admirable.  Aparecer  de  pronto,  hacer 
fuego  primero  y,  aprovechando]el  tumulto, 
correr  hacia  el  caballo.  ¿Podia  aún  salvar- 
se? . . .   ¡El.  no!  La  prenda  y  el  hijo,  sí. 


III 


Transformado  en  héroe,  pues,  el  gaucho 
acababa  de  aparecer  en  la  puerta  del  ran- 
cho. Cien  cañones  de  muerte  apuntaron  á  su 


70- 


pecho.  La  prenda  salió,  arrastrándose,  con 
el  chico  en  brazos,  empujada  por  la  volun- 
tad férrea  del  compañero  hacia  el  costado 
izquierdo.  En  tanto  él  daba  un  brinco  de 
acróbata  en  opuesto  sentido,  pretendiendo 
descargar  su  viejo  trabuco  lleno  de  recorta- 
dos hasta  la  boca.  La  ceba,  húmeda  quizá, 
ó  enmohecida,  no  estalló  esta  vez,  amino- 
rando así  la  figura  del  gaucho  que,  entre  el 
fogonazo,  hubiera  surgido  circundada  por 
líneas  de  fuego,  grande,  soberbia,  heroica* 
en  medio  de  la  noche  trágica  cuyas  prime- 
ras sombras  escondían  el  dolor  y  la  muerte. 

. — ¡A  mí  cobard ! 

No  dijo  más.  Allí,  á  diez  pasos  del  moro, 
que,  asustado  esperaba,  el  cuerpo  del  dueí.o 
había  caído  atravesado  por  una  treintena  ele 
balas  certeras. 

Y  mientras  la  descarga  formidable  hacía 
estremecer  el  corazón  de  la  pampa,  sofocaba 
el  estruendo  el  lamento  de  una  madre  y  el 
vagido  de  un  niño  huyendo,  sombras  dolien- 
tes, en  fuga  desesperada,  del  furor  de  los 
hombres. 


EL  ENEMIGO, 


El  dia  era  hermoso.  Tranquilo,  suave, 
transparente,  fúlgido.  Dia  de  primavera. 
Los  campos  parecían  dormir  como  aletar- 
gados en  una  embriaguez  deliciosa.  Se  di- 
ría que  el  amor  y  la  voluptuosidad  brinda- 
ban, de  consuno,  en  la  copa  dorada  del 
triunfo,  el  himno  grandioso,  solemne  y  se- 
renamente radiante  de  la  vida.  ¡Oh,  luz! 


Todo  esplendía.  La  pampa.  floreciente,, 
crepitaba  bajo  la  caricia  fecundante  del 
gran  sol.  centro  del  universo  que  dijera  el 
anciano  maestro  en  clausula  tan  imperece- 
dera como  su  nombre. 

Loca  de  espasmos  la  naturaleza  toda  da- 
ba á  los  vientos  el  lamento,  la  queja,  el 
grito  del  eterno  parto,  de  la  eterna  transfor- 
mación, de  la  perpetua  mudanza.  Era  la 
aurora- 
Alegres,  con  el  músculo  fuerte  y  el  cerebro 
en  ebullición  continua,  cruzábamos  un  pe- 
dazo del  jardin  porteño  totalmente  cubierto 
por  silvestres  flores,  sobre  cuyas  hojas  tem- 
blaban, lucientes,  las  gotas  del  roció  noctur- 
nal. Todo  parecía  empapado  de  agua,  luz  y 
color. 

Bella  era  la  vida  en  medio  de  aquella 
gloria,  de  aquella  palpitación,  de  aquel  bre- 
gar sin  tregua,  en  que  los  elementos  todcsr 
— fusión  de  átomos — presentaban  el  espec- 
táculo de  la  gestación  del  mundo  á  simple 
vista  de  ojo. 

¡Qué  ansias  ele  gustar  cosas  y  sensaciones- 
nuevas!  ¡Qué  deseo  de  sentir  el  hálito  de  las 
fecundaciones  perennes  invadiendo  nuestros- 


73- 


pechos.  infiltrándose  en  nuestra  sangre,  inun- 
dando el   cauce  vivo  de  nuestra  existencia! 


Sobre  una  loma  cercana  un  grupo.  Doce 
•ó  catorce  hombres,  ginetes  todos  en  gordos 
pingos  de  campo. 

—  Caso  extraño,  dice  mi  compañero,  un 
criollo  de  pura  cepa  —  sangre  de  andaluz 
y  de  querandi — tanta  gente  por  este  lado, 
Á  estas  horas  y  todos  juntos. 

—  Acerquemosnos. 

Y,  de  un  galope,  estábamos  sobre  la  loma. 
— ¡Salud,  compadre! 
— ¿Que  pasa? 
— ¿No  sabe! 

Y  escuchamos,  por  boca  del  gaucho  más 
Jadino  del  grupo,  el  tremendo  drama. 


74— 


II 


La  tarde  anterior,  ebrio  y  loco,  el  gaucho 
Ferreyra  habia  llegado  á  casa  del  colono 
Straus,  el  viejo  colono  honra  y  orgullo  de 
la  comarca. 

Maria,  la  más  rubia  y  la  más  linda  de 
las  bijas  del  colono,  salió  á  recibirle  en  el 
palenque. 

Desmontado  el  gaucho  acondicionó  su 
cabalgadura  y,  mientras  ataba  corto  al  pan- 
garé oscuro,  el  más  conocido,  délos  fletes 
del  pago,  miraba  á  la  muchacha  con  ojos 
llenos  de  codicia  trágica. 

—Vengo  á  buscarla,  rubia...  porque  quiero 
que  sea  mia  ¿sabe?... 

Y  le  tiró  un  manotón  ele  bruto  que  la  mu- 
chacha esquivó,  ágil,  huyendo,  despavorida,, 
en  dirección  á  las  casas. 


Avanzó -el -gaucho  arrastrando  el  poncho 
y  el  rebenque,  prendas  ambas  que  llevaba 
como  colgadas  en  la  mano  izquierda  y,  al 
enfrentar  á  la  puerta  del  comedor  de  la 
modesta  vivienda,  exclamó  sin  quitar  los 
ojos  del  cuerpo  hermoso  de  María  que  tra- 
taba, á  toda  costa,  de  esconderse  detras  de 
las  polleras  maternales: 

— ¡Ahijuna!  ¡No  te  has  dir  lejos  aunque  te 
defienda  el  gringo! 

Y  los  ojos  del  gaucho  continuaban  brillan- 
do llenos  de  codicia  trágica. 

Su  frase  era  una  frase  de  enojo.  Se  diría 
que  hablaba,  no  á  una  mujer  á  quien  se  de- 
sea, sino  á  un  enemigo  á  quien  se  odia. 

¡Y  María  era  su  enemigo:  el  enemigo!... 
La  madre,  leona  herida  en  su  orgullo  y  en 
su  carne,  se  paró,  bravia,  ante  el  gaucho  in- 
solente. 

— Mire  Doña,  pa  mi  todo  es  igual:  vengo 
resuelto.  ¡Me  da  la  hija  ó  los  mato  á  todos! 

La  leona  se  vio  impotente.  Estaba  sola  en 
la  casa  con  las  hijas.  ¿Qué  hacer?  Sin  em- 
bargo ensayó  un  golpe  de  astucia  pero  sin 
resultado.  Y  al  verse  perdida  quiso  morir 
resistiendo. 


-76- 


La  casa  entonces  fue  inundada  de  sangre 
y  el  gauchoj  hizo  suyo  á  un  cadáver.  ¡La 
pobre  rubia!  El  enemigo... 


El  relato  terrible  acababa E,  de  dejarnos 
mudos. 

— ¡Qué  horror!  dijo  al  rato   alguien. 

Otro  esclamó: 

— ¡El  gaucho  Ferreyra!  ¡No  puede  ser!  Si. 
es  un  buen  hombre...  yo  le  conozco...  Y  ter- 
minó, balbuceando,  como  abismándose  en  su. 
terror:  no  puede!  no  puede!... 

Un  indignado,  impulsivo,  rugió: 

— ¡Debe  morir! 

Entretanto  yo  trataba  de  hacer  el  pro- 
ceso de  aquel  estallido  bárbaro  y  primitivo 
de  calor  sensual  y  sangriento,  que  habia  im~ 
pulsado  al  gaucho  á  aquel  crimen  que,  para 
todos  los  demás  circunstantes,  no  tenía  nom- 
bre, emplicación  ni  justificativo  humano  po- 
sible. 


III 


— Ese  debe  ser  Ferreyra. 

— Lo  traen   maneao  y  con  grillos. 

— ¡Y  vienen  con   él  como  trescientos! 

— ¡Pucha  con  los  gringos  guapos! 

— Lo  que  es  de  esta   no   cuenta  el  cuento. 

— ¡Lo  debian  de  hacer  achuras! 

— ¡Oh.  y  ele  no!  Los  suizos  no  son  mancos; 
ya  verás  vos.  Van  camino  é  la  iglesia.  Pa  mi 
que  esto  va  á  ser  como  en  día  de  elesiones. 

— ¿Vamos,  Don? 

— No  hay    inconveniente. 

Y  partimos. 


-78- 


Mientras  galopábamos  yo  continuaba  for- 
mulando en  mi  cerebro  el  proceso  de  aquel 
caso. 

No  podría  fijar  aqui  terminantemente  co- 
mo llegué  á  explicarme  la  acción  del  gau- 
cho. Sé  solo  que,  para  justificarlo,  más  bien 
dicho  para  comprenderlo,  evoqué,  mientras 
marchaba,  al  hombre  rudo  de  las  cavernas 
apoderándose,  violentamente,  de  la  hembra 
en  la  noche  antigua  del  mundo,  y  que  mi 
ser  entero — ¿porque  no  decirlo? — concibió- 
en  aquel  momento,  la  brama,  el  celo,  la  furia, 
producto  de  savia  acumulada  con  esceso  en 
medio  de  aquella  naturaleza  salvaje,  savia 
ardiente  y  bravia  que  no  encontró  otro  cau- 
ce que  el  extraviado  para  derramarse,  para 
confundirse  en  la  energía  universal. 

La  fiera,  el  bruto,  también  hace  suya  á  la 
hembra  matando,  si  es  preciso,  poniendo 
toda  clase  de  obstáculos  á  un  lado.  Era, 
pues,  aquel,  un  caso  de  regresión. 

Sacóme  repentinamente  de  mis  abstrac- 
ciones   un  grito   formidable  que    se  alzaba 


19- 


f rente  á  nosotros.  Era  también  algo  así  co- 
mo la  exteriorizacion  de  la  ira  del  hombre 
antiguo  de  las  cavernas.  Era  la  fiera  colec- 
tiva que  hablaba  rugiendo. 

Recien  entonces  tuve  la  impresión  neta  de 
que  el  gaucho  debía  morir.  Pagar  el  crimen... 

Contra  el  muro  izquierdo  ele  la  iglesia, 
de  la  mesquina  casa  del  Dios  de  los  cristia- 
nos, allí  donde  los  niños  del  pueblo  jugaban 
á  la  pelota  en  los  hermosos  dias,  cuatro  jo- 
ver,  es  fornidos  trataban  ele  sugetar  al  gau- 
cho atándole  á  un  garfio  de  hierro  colo- 
cado en  ese  sitio  quien  sabe  por  quien  ni  con 
que    objeto. 

De  pronto  hubo  un  gesto  de  asombro  en  la 
multitud.  El  gaucho,  en  un  arranque  su- 
premo, rompiendo  las  ligaduras  que  destro- 
zaban  sus  manos;  dando  tres  saltos  de  gin- 
nasta,  á  pies  juntos,  con  grillos  y  todo,  se 
habia  colocado  en  el  centro  mismo  del  atrio 
frente  al  grupo  feroz  y  armado  que,  en  el 
primer  instante  ,  sorprendido  ,  retrocedió 
compacto,  como  una  masa  que  se  amolela  á 
un  movimiento  ordenado. 

— ¡Háganme  fuego  ahora,  cobardes,  hijos 
de  p...! 


-80- 

El  desafio  del  gaucho  tenía  toda  la  terri- 
ble y  trágica  desesperación  del  hombre  que 
solo  desea  en  el  supremo,  inevitable  minuto, 
morir  luchando. 

Había  sonado  un  solo  tiro  disparado  desde 
un  costado  del  grupo.  Después  hízose  un 
momento  de.  silencio.  ¡  Pero  qué  silencio! 
Pretendió  moverse  el  gaucho  y  cayó  de  ro- 
dillas. Estaba  herido  y  no  hablaba.  Se  ayu- 
dó con  las  manos  y  volvió  á  erguirse  ante 
el  grupo  armado. 

Las  dos  fieras   estaban    frente  á  frente... 

Entonces  comenzaron  á  sonar,  seguidas, 
las  descargas  de  los  fusiles. 

— ¡Juan,  tira  tá! 

— ¡Ahora  me  toca  á  mi! 

— Yo  traje  la  escopeta  vieja  cargada  con 
municiones  hasta  la  boca.  No  quiero  dejarle 
ni  un  pedazo  de  cuero  sano.  ¡Ahí  va  mi 
parte!... 

Así  se  expresaban  las  fieras  del  grupo. 

En  cuanto  á  la  otra  fiera,  el  gaucho,  te- 
nía algo  de  salvajemente  heroico  al  recibir 
el  castigo,  allí  frente  á  la  casa  mesquina  y 
sórdida  del  Dios  de  los  cristianos, — todo  bon- 
dad y  amor... 


LA   TRAICIÓN 


— Vea,  mi  jefe.  En  esa  nubecita  ele  tierra 
que  se  ve  allí,  le  aseguro  que  va  envuelto  el 
hombre.  Si  no  me  equivoco  lleva  el  caballo 
cansado  y  antes  ele  media  hora  caeremos 
sobre  él. 

El  milico,  con  el  brazo  derecho  extendido, 
señalaba  allá,  á  gran  distancia,  un  minúscu- 
lo remolino  polvoriento  completamente  im- 
perceptible para   seres  no  habituados  á  las 


-82- 

colosales  perspectivas  presentadas  por  nues- 
tras áridas  planicies. 

Un  estudio  inconciente  le  había  dado  lo 
que  podríamos  llamar  el  golpe  de  ojo,  acla- 
rándole las  pupilas  en  cuyo  fondo  reflejá- 
base la  vida  délas  pampas,  como  las  nubes 
y  las  constelaciones  en  el  cristal  de  un  lago. 

El  que  huía  era  un  matrero.  El  gaucho 
malo,  el  perseguido  eterno,  el  levantisco,  el 
bravio,  uno  de  los  últimos  ejemplares  del 
centauro  armado,  hoy  en  derrota  pese  á  sus 
astucias  de  zorro  y  á  sus  guapezas  de  león. 

Hacía  once  horas  largas  que  la  partida  de 
policía,  mandada  por  el  mismo  comisario, 
seguía  tras  la  huella  del  gaucho,  con  encar- 
nizamiento felino.  Dos  veces  la  fuerza  arma- 
da habíase  visto  en  la  necesidad  de  cambiar 
cabalgadura,  á  trueque  de  quedar  entre  las 
breñas  burlada  por   el  flete  del  perseguido. 

— Si  no  me  equivoco  lleva  el  caballo  can- 
sado, había  dicho  el  milico,  gaucho  también 
ayer  pero  vendido  al  orden,  brazo  derecho 
hoy,  guía  y  luz  de  su  jefe  comprometido  á 
llevar  la  cabeza  del  matrero  para  presentarla 
á   los    amilanados    vecinos  ele  1^  población, 


.     -83- 

por  la  integridad  de  cuyos  intereses  estaba 
encargado  de  velar. 

Más  que  por  lo  hecho,  la  persecución  del 
gaucho  habíase  ordenado  en  previsión  del 
futuro,  de  lo  que  pudiera  realizar.  Se  le  con- 
sideraba capaz  del  crimen  y  del  robo,  con 
superiores  condiciones  de  dañabilidad  por 
sus  conocimientos  del  pago  y  de  sus  hom- 
bres. Se  le  temía  como  á  nadie.  La  leyenda 
contaba  de  él  cosas  extraordinarias,  actos  de 
valor  y  de  audacia  en  que  su  figura  aparecía 
rodeada  de  resplandores  siniestros.  No  existía 
hecho  sangriento  ni  salteo  célebre  en  que  su 
nombre  no  se  hallara  mezclado  en  alguna 
forma.  La  fantasía  suele  ser  fatal  para  estos 
personajes  misteriosos,  creaciones,  en  su  ma- 
yor parte,  de  imaginaciones  tan  fecundas 
como  simples.  Era  éste  el  caso  del  gaucho 
Ibañez,  del  matrero  perseguido,  cuya  fama 
había  traspuesto  los  límites  del  pago  para 
extenderse  por  todos  los  ámbitos  de  la  repú- 
blica, llevando  á  ellos  un  eco  lúgubre  de 
muerte. 

Con  la  tolerancia,  más,  con  el  asentimiento ; 
la  autorización  de  la  parte  conservadora  de 
la  localidad  campesina,  buscábásele  en  el  de- 


-84- 


sierto  para   exterminarlo,    tal    á    una    fiera 
gruñendo  en  los  montes. 

El  comisario  encargado  de  darle  caza  esta- 
ba, según  el  milico  guia,  á  punto  de  encon- 
trarse frente  á  frente  del  gaucho,  de  la  presa 
ansiada.  ¿Se  habría  engañado  el  milico?  Me- 
dia hora  después  demostraba  lo  contrario. 


II 


A  cincuenta  metros  del  gaucho  había  he- 
cho alto  la  partida.  El  cuadro  era  soberbia- 
mente hermoso.  Pocas  veces  ha  podido  darse 
una  nota  más  vigorosa  dentro  de  un  marco 
más  plácido,  más  grande.  La  naturaleza  toda 
hablando  de  paz  á  los  hombres.  Estos,  re- 
sueltos al  engaño,  á  la  traición  y  al  crímenr 
persiguiéndose  hasta  encontrarse,  empujados 
por  tempestades  de  iras,  de  odios  y  de  ven- 
ganzas. 


-85- 

Como  fondo  el  desierto,  fondo  único  de 
tonos  inimitables,  á  la  hora  en  que  el  sol 
lanza,  en  plenitud  de  fuerza,  sus  rayos  vivi- 
ficantes. Como  figura  saliente  la  del  gaucho, 
altivo  en  su  desgracia,  al  pie  del  caballo  ren- 
dido doblándose  bajo  el  peso  del  cansancio? 
figura  antigua  de  líneas  tan  enérgicas,  tan 
viriles,  que  evocan  en  nuestro  cerebro  cró- 
nicas de  tiempos  épicos  en  que  el  tipo  de 
esos  valientes  perseguidos  fué  el  que  con  más 
relieve  destacóse  en  la  defensa  de  la  libertad, 
cantada  después  en  himnos  altisonantes  por 
hombres  más  pequeños. 

La  melena  flotando  á  los  vientos  como  una 
negra  bandera  llena  de  pliegues,  la  mirada 
intensa  y  fija,  con  reflejos  de  lanza  nueva, 
clavada  en  el  grupo  armado,  el  ademán  sere- 
no, resuelto  del  que  ha  jugado  su  vida  y 
sólo  teme  al  cautiverio,  dábale  al  gaucho 
todo  el  aire  de  un  héroe  legendario  digno 
de  ser  cantado  por  un  homérida  ó  esculpido 
en  mármoles  valientes. 


-so- 


lí! 


— Mire,  Ibáñez,  usted  me  conoce.  Sabe  que 
soy  incapaz  de  hacerle  mal:  pero  tengo  el 
encargo  de  prenderlo.  Le  aseguro  que  antes 
de  poco  tiempo  yo  mismo  conseguiré  su  liber- 
tad porque  su  causa  tiene  defensa.  Por  otra 
parte  estoy  seguro  que  usted  no  hará  armas 
contra  mí 

Era  el  comisario  quien,  adelantándose  solo, 
hablaba  con  voz  meliflua  próxima  á  ser  con- 
vincente. 

— ¡El  niño  Martín  de  comisario!  ¿Que  si 
lo  conocía?  ¡Yaya!  Como  á  sus  propias  ma- 
nos. Lo  había  hecho  jugar  de  chico  y  le  había 
enseñado  á  andar  á  caballo  en  el  petizo  ove- 
ro de  la  estancia  amansado  por  él  mismo. 

— Oiga,  niño.  ¡Ni  á  Dios  me  hubiera  entre - 
gao!  Pero  mire,  dése  cuenta  de  mi  situación 
y  digamó  si  es  posible  que    me  deje  llevar 


-87- 

preso  así  no  más.  Yo  le  pido  pelear  con  sus 
soldados.  Con  usté  nó.  Contra  usté  no  pue- 
do hacer  armas,  es  cierto.  Pero....  ¿Y  qué 
quiere  que  haga  entonces? 

Entre  tanto  el  comisario  avanzaba,  bastan- 
te confiado  en  el  estado  de  ánimo  reflejado  en 
las  palabras  del  gaucho  respecto  á  su  per- 
sona. 

A  pesar  de  su  penetración,  el  comisario,  el 
niño  Martin  de  ayer,  rogó  al  gaucho  el 
abandono  de  sus  armas.  Iba  á  acercarse  para 
hablar  con  más  confianza  y  más  detenida- 
mente. Quería  que  se  entendieran  solos  y  en 
voz  baja  lejos  de  la  partida  que,  por  su  orden, 
permanecía  á  distancia. 

El  gaucho  dudó  un  momento  y  detuvo  su 
mirada  escudriñante  en  la  del  niño  Martín. 
Esto  fué  su  perdición,  pues  vio  en  ella  los 
mismos  reflejos  que  tenían  los  ojos  de  aquel 
chico  á  quien  antaño  hiciera  jugar,  ocultán- 
dole la  intención  un  fenómeno  de  espejismo 
mental  al  que  contribuía  su  viejo  afecto  des- 
pertado de  pronto. 

— ¡Como  voy  á  dudar  del  niño!....  Y  el  gau- 
cho abrió  su  poncho  pampa,  colgado  á  manera 
de  escudo  en  el  antebrazo  izquierdo,  arrojan- 


-88- 

dolo  sobre  los  pastos.  El  comisario  seguía  sus 
movimientos  sin  perder  un  detalle. 

— -Y  ahora  ahí  están  mis  armas.  ¡Vea!  Y 
empezó  á  echarlas  en  el  poncho.  Primero  la 
daga.  Las  dos  pistolas  después.  ¡Y  hasta  el 
rebenque  también!  [¿Para  qué  lo  quería  si 
iban  á  hablar  como  amigos?....  Y  el  gaucho 
se  irguió  cruzándose  de  brazos  á  cinco  pa- 
sos del  poncho. 

—Diga  no  más.  niño.  Usted  sabe  que  le 
habla  siempre  al  criollo  viejo. 

Tratando  como  antes  de  inspirar  la  mayor 
confianza  el  comisario  avanzó  hasta  ponerse 
frente  á  frente  del  gaucho  desarmado. 

— Escúcheme,  Ibáñez...  Y  el  comisario  posó 
sobre  el  hombro  del  gaucho  la  mano  izquier- 
da en  tanto  que,  disimulando  el  movimiento 
en  lo  posible,  con  la  derecha  desnudaba  el 
revólver. 

— j Ahora  sí!  ¡Toma,  gaucho  picaro!....  Y 
sobre  el  pecho  del  hombre  descargó  el  arma. 

Fué  como  un  rayo.  El  gaucho  vaciló  un 
momento. — ¡Ahijuna,  Dios  me  ha  vendidol 
dijo  después  y  avanzó  sobre  el  poncho  donde 
estaban  las  armas.  Sonó  un  segundo  tiro  al 
propio  tiempo  que,  claro  y  vibrante,  podía 


—89- 

percibirse  el  galope  cerrado  de  los  caballos 
de  los  milicos  que  avanzaban  hacia  el  grupo, 
sable  en  mano. 

— ¡Niño  Martín!....  ¡Qué  ha  hecho!...  Y  cayó 
desplomado. 

El  gaucho  había  muerto  de  pie  con  los 
ojos  fijos  en  los  de  su  matador,  sin  poder  ver 
en  ellos  ya  los  reflejos  del  niño  de  ayer,  la 
fiera  de  hoy  convertida  en  autoridad. 


¿?4.     amor 


CRUZ 


Había  guerreado  en  guerras  bravas  donde 
se  cubrió  de  sangre.  Sangre  enemiga  dije- 
ronle  sin  que  él  supiera  nunca  porqué.  Pe- 
leaban los  caudillos  disputándose  prebendas 
sobre  el  suelo  de  la  patria  recien  nacida  y 
allá  iban  los  pobres  muchachos  de  campo 
arrastrados  por  las  levas,  á  doblegarse  bajo 
las  penurias  del  canrpamento  gaucho,  á  ren- 
dirse bajo  el  sol  sangriento    de  los  comba- 


-94- 

tes,  inertes  y  heroicos  como  ayer  en  los 
choques  de  donde  brotara  la  independen- 
cia americana, — pero  ya  sin  conciencia,  co~ 
mo  arrastrados  por  un  impulso  ciego  ha- 
cia la  matanza  y  el  esterminio.  Así  se  hizo 
soldado. 

Niño,  arrancado  de  las  faenas  campes- 
tres, no  conoció  otra  vida  que  la  infecunda 
3^  ajitada  del  cuartel.  Antes  de  manejar  bien 
el  lazo,  aprender  á  arriar  una  tropa,  orde- 
ñar una  vaca  y  esquilar  una  oveja,  se  le 
llevó-  junto  al  fogón  militar,  se  le  ató  al 
cinto  el  sable  homicida  y  se  le  prendió  en  el 
ojal  de  la  chaqueta  la  divisa  de  un  caudi- 
llo, el  cacique  politico  del  pago,  señor  mo 
derno,  no  de  horca  y  cuchillo  como  los  del 
feudo  antiguo  pero  si  de  bota  y  espuela,  fa- 
cón al  cinto,  poncho  á  la  rastra  y  cinta 
azul  en  el  sombrero  de  ala  ancha  y  requin- 
tado en  la  nuca. 

Después,  cuando  el  caudillaje  fué  venci- 
do, dominado  por  el  político  urbano — el 
gaucho  de  ciudad  transformado  en  elegante 
de  levita  y  galera  de  felpa — el  muchacho,  ya 
hecho  al  ambiente  del  miliciano  pampar 
continuó  su  vida  infecunda   enganchándose 


-95- 

en  el  ejercito  ele  la  nación  formado  con  to- 
dos los  rezagos  de  las  montoneras  semi-bár- 
baras. 

Entonces  tiwo  sus  primeros  amores,  sin- 
tiéndose ligado  á  otro  destino.  Allá,  en  sus 
correrías  de  bruto  armado,  en  el  intervalo 
de  los  encuentros  á  lanza,  dando  un  alto 
al  crimen,  esparció  sus  caricias  de  tenorio 
rural  entre  chinas  conquistadas,  tomadas  al 
asalto  como  enemigos  ó  seducidas  por  sus 
encantos  de  joven  guerrero.  Fueron  luces 
fugaces,  pasiones  de  una  hora  dispersadas 
por  el  venclabal  que  les  empujaba,  por  la 
ola  de  fuego  asesino  que  les  envolvía.  Lue- 
go, en  la  ciudad,  en  medio  del  burdel  fre- 
cuentado por  la  soldadesca  borracha  y  pen- 
denciera, él  acababa  de  realizar  su  primer 
idilio.... 

Mucho  de  ingenuo  en  el  alma,  pese  al  sin- 
sabor y  el  trajin  pasados,  dábale  aspecto  de 
ñiño  grande,  fácil  de  rendirse  al  halago  y 
suavidad  mujeril.  Y  se  rindió  con  armas 
y  bagajes  al  afecto  de  una  manceba  de  popu- 
lar harén,  entre  la  sonrisa  maliciosa  y  los  di- 
charachos irónicos  de  compañeros  al  pare- 
cer más    espertos    en  lides  de  esta  especie. 


-96- 

Ella  le  quiso,  le  deseó  con  todo  el  ímpetu 
de  una  naturaleza  primitiva,  recien  desper- 
tada dijerase  apesar  del  forzado  ejercicio  á 
que  sometiera  su  cuerpo  el  infamante  ne- 
gocio. 


II 


Del  burdel  salió  la  pareja  á  hacer  nido  en 
un  rincón  del  suburbio.  Ella  tenía  sus  aho- 
rros, dolorosos  ahorros  obtenidos  en  el  trá- 
fico agostador. 

Un  día  le  habló  tan  tierna,  tan  suave,  tan 
cariñosamente  sobre  su  vida  de  soldado  exi- 
gente y  disoluta  que  le  impedía  dedicarle 
á  ella  todas  sus  horas  como  lo  reclamaba,  ar- 
dientemente, su  sangre  de  amante  joven,  que 
él  se  sintió  vencido  y  resuelto.  Dejaría  el 
servicio.  ¿Para  qué  continuar  en  ese  calva- 
rio lento  y  embrutecedor?  Ya  estaba  cansa- 
do. Después  de  diez   años   de  brega  no  tenía 


-  <tf  - 

un  cobre  ni  una  jineta  envidiable.  Siempre 
le  olvidaban  y  él  estaba  ofendido,  herido  en 
su  orgullo.  Por  otra  parte  eran  tan  convin- 
centes las  palabras  de  ella.... 

— Yo  seré  tuya,  así.  hasta,  el  sacrificio;  tuya 
sola  y  para  siempre,  sin  esperar  de  tí  otro 
pago  que  el  del  cariño.  Deja  el  cuartel, 
como  yo  dejé  el  vicio  y  vivamos  para  que- 
rernos. Si  podes  y  querés  trabajarás  algiín 
día.  Mientras  tanto  yojtengo  para  los  dos. 
Descansa  y  quereme  mucho,  como  yo  á  vos. 

Así  hablaba  la  amante  criolla,  grande  en 
su  querer  como  una  leona  que  envolviera  á 
un  cachorro  en  un  abrazo  ahogador. 

Un  poco  por  pereza,  por  afán  enfermizo  de 
descanso,  por  esa  especie  de  ciego  y  fatal 
impulso  hacia  el  amodorramiento,  hacia  la 
indiferencia  por  todo  lo  que  fuera  ejercitarla 
propia  iniciativa,  impulso  adquirido  en  el 
ambiente  del  cuartel;  otro  poco  por  dejadez 
instintiva,  por  falta  de  energía  para  resis- 
tir á  aquella  seducción  ejercitada  tan  hábil 
y  amorosameute,  él  se  entregó  sin  mayores 
aspavientos,  no  porque  dejara  de  compren- 
der su  situación  de  sostenido  ante  ella,  sino 
porque  el  acto  se  realizaba  con  tanta  expon- 


98 


taneidad,  tan  impetuosa  y  sinceramente,  que 
le  pareció  una  crueldad  rebelarse.  Ella  no 
daba,  pedía  exijiendo.  Y  él  dio,  se  dio  todo 
entero,  tal  como  era,  dejándose  absorver. 
quemar  por  el  calor  de  aquel  afecto  avasa- 
llante, sin  cálculo,  enorme  y  dominante,  que 
no  admitía  una  vacilación,  ni  una  duda,  ni 
un  escrúpulo  de   conciencia. 


III 


La  nueva  vida,  fácil  y  sin  acción,  á  la  que 
se  encontraba  tan  bien  preparado,  fuólo  lle- 
vando, insen oíblemente,  auna  molicie  deni- 
grante. No  tenía  fuerzas  sino  para  consumir 
en  aquella  pasión  que  lo  envilecía  porque 
lo  rebajaba  como  hombre. 

El  lo  comprendió  casi  instintivamente. 
Entonces  quiso  reaccionar.  Buscó  trabajo, 
algo  en  que  ocuparse  Ella  lo  estimuló  tam- 
bién; primero  débilmente,  mas  tarde  con  im- 


-90- 


perio.  ¿Trabajar?  ¿Pero  en  qué?  Recien  caía 
en  la  verdad.  El  no  sabía  hacer  nada,  nunca 
había  hecho  nada,  jamás  podría  hacer  nada. 
Durante  su  existencia  no  había  aprendido 
otra  cosa  que  á  manejar  un  sable:  y  eso  era 
no  haber  hecho  nada...  Y  hoy  era  necesario. 

La  vida  empezó  á  hacerse  difícil.  De  los 
ahorros  aportados  por  ella  al  nido  no  queda- 
ban ni  recuerdos.  Con  la  última  dolencia  de 
él,  que  se  había  hecho  delicado,  terminó  la 
ultima  moneda. 

Aplacado  el  ardor  la  vida  comenzó  á  ha- 
cerse monótona.  La  leona  amorosa  de  ayer 
no  tenía  para  el  abrazo  el  mismo  calor  ni  el 
el  mismo  Ímpetu.  El  sintió  el  desvío  pero  la 
necesidad  le  hizo  hacer  buena  cara.  Siguió 
perdiendo  en  vergüenza  y  exijió  de  ella  co- 
sas que  antes  le  hubieran  repugnado.  Hoy 
nó.  Y  ella  cedió,  entregándose  de  nuevo  al 
comercio  infame  por  espíritu  de  abnegación, 
por  instinto  de  sacrificio.  Lareflección  vino 
más  tarde. 


—loo 


IV 


Hemos  de  separarnos  le  dijo  ella  un  día  en 
que  él  tuvo  una  exigencia  desmedida.  Tuvo 
en  la  frase  triste  é  irreparable  del  rechazo  la 
misma  en erjía  que  otrora  para  pronunciar  la 
que  hubo  de  ligarlos  tan  fuerte  como  tem- 
poralmente. 

El  la  miró  con  ojos  que  expresaban  algo 
más  que  disgusto. 

— ¿Irte  de  mi  lado?  ¡Vos!  ¿Y  después  de 
todo  esto? 

Le  pareció  tan  extraño  el  caso  que  contu- 
vo la  explosión  de  su  cólera  como  quien  no 
está  seguro  de  lo  que  oye. 

— Esta  existencia  no  puede  prolongarse 
así,  continuó  argumentando  la  mujer. 

— Vos  dirás  que  no  pero  yo  no  pienso  lo 
mismo.  ¡Vos  sos  mía  y  de  nadie  más! 


101 


Ella  sonrió  tristemente  como  diciendo: 
tuya  sí,  mientras  te  quise.  Hoy  no.... 

— ¡Site  vaste  mato! 

Y  la  amenaza  cayó  sobre  ella  envuelta  en 
rayos  de  odio. 

Ante  la  idea  de  la  separación  cruzó,  ve- 
loz, por  el  cerebro  del  hombre,  la  idea  ho- 
micida. Irse  ella,  abandonarlo  así,  signifi- 
caba para  él  la  muerte.  Madre  y  amante 
que  en  mitad  del  camino  le  dejaba  sin  amor 
que  es  fuego,  desamparado  y  triste  como 
una  cosa  de  la  que  ya  no  se  necesita,  ya 
no  se  quiere  y  se  echa  al  arroyo,  á  la 
primera  zanja  que  se  encuentra. 


V 


— ¡Si  te  vas  te  mato! 

Ella  no  había  creído  en  la  terrible  ame- 
naza. Acostumbrada  estaba  al  dolor  y  al 
castigo  y  el  temor  no  fué  nunca  su  consejero. 


102- 


No  amaba,  no  quería  yá,  aquel  hombre  ha- 
bía dejado  de  ser  una  necesidad  para  ella  y 
por  eso  hoy  no  titubeaba.  Con  el  mismo 
valor,  con  la  misma  entereza  que  ayer  pa- 
ra obtener  cariño,  arrostraba  el  peligro  pa- 
ra rechazar  lo  que  no  le  exijía  su  natura- 
leza. 


YI 


Hoy  no  vuelvo  le  había  dicho  aquella 
mañana,  la  más  triste  de  aquellas  dos  vidas. 

Él  guardó  silencio  mirándola  como  mi- 
raría un  condenado  á  quien  le  leyera  su 
sentencia  de  muerte. 

Haciendo  estaba  sus  preparativos  últimos 
cuando  él  se  acercó  resuelto. 

— ¡Mira,  por  última  vez,  quédate! 

Y  fijó  en  ella  sus  ojos  como  dos  carbo- 
nes ardiendo    en   fuegos  desconocidos. 

Sin  hacerle    caso,    como     quien   oye  una 


-103— 

queja  inútil,  la  mujer  respondió  con  una 
frase  banal  y  conrpasiva. 

Fué  la  chispa.  Después  estalló  el  incen- 
dió. Como  ud  tigre  clavó  sus  garras  en  los 
brazos  de  la  mujer  que  se  estremeció  toda 
entera  sin  poder  hablar. 

— ¡Perra,  toma! 

Y  la  puñalada  honda,  traidora  y  cruel,  1.0 
tanto  como  el  insulto,  abrió  el  seno  more- 
no, generoso  y  luciente.  Y  el  arma  cayó 
una,  dos,  tres  veces.... 

—  ¡Mía  y  de  nadie  más!.... 

Era  la  última  puñalada.  En  ella  él  había 
puesto   lodo  su  amor.... 


LA  5UGE5TIOM 


-¿A  pistola? 

-Sí;  á  pistola. 

-¿Apuntando? 

Diez  segundos. 

¿Pasos? 

■Veinte. 

¿Hora  V 

-La  seis  y  media. 

•¿Sitio? 


-106- 

— ¡Espléndido!  La  quinta  de  Andrés,  bajo 
los  manzanos  en  flor,  frente  al  rio  azul,  allá 
al  oeste,  en  la  parte  más  alta  de  la  ciudad , 
la  primera  que  baña  el  sol... 

— ¡Asesinos!  Están  locos  todos;  ella,  la  im- 
pávida; ustedes  los  cómplices:  ellos,  los  cie- 
gos, los  pobres...  - 

¡Habla,  impreca,  insulta;  todo  es  inútil!  Lo 
hecho,  hecho  está. 

— ¡Y  á  lo  hecho,  pecho!  ¿no  es  verdad? 
Pues  bien,  sábelo  de  antemano:  ustedes,  sí, 
ustedes  serán  los  responsables  ele  esa  muer- 
te. Más  aun  que  él.  Porque  al  fin  él... 

— Precisamente,  en  su  calidad  de  ofendido, 
él  ha  impuesto  las  condiciones.  Y  se  acep- 
taban ó  serehuiael  lance.  En  cuanto  á  nos- 
otros, teníamos  órdenes  terminantes  de  acep- 
tar el  duelo. 

— ¡Ah,  bárbaros!  Pero  ¿no  se  dan  ustedes 
cuenta  del  crimen?  Estos  ^ojos  han  visto  la 
proeza.  A  veinte  pasos  ese  hombre  parte  una 
nuez  ele  un  tiro.  ¿Como  quieren  entonces  po- 
nerlo frente  de  Ernesto?  Piensen  ¡oh,  irres- 
ponsables! que  nuestro  buen  sabio  no  ha 
manejarlo  una  arma  en  su  vida. 


-107- 

— Tampoco  no  había  tenido  ninguna  aven- 
tura, y  sin  embargo... 

— Sí,  una  y  basta:  porque  en  ésta  lo  per- 
demos para  siempre,  lo  perdemos. 

— Lo  que  puedo  asegurarte  es  que  él  per- 
manece sereno,  confiando  quién  sabe  en  qué 
estrella. 

— ¿No  sería  posible  aún  alguna  estrata- 
gema que  impidiera  el  encuentro?  Medítalo, 
Juan. 

— Bátete  tú  por  él  y  asunto  concluido. 

— ¡Ah,  farsante  trágico!  ¿Conque  yo  por 
él?  ¿Y  por  qué  no?  Puedes  creerlo:  no  sería 
yo  su  padrino,  á  buen  seguro,  pero  su  reem- 
plazante sí,  sin  titubear. 

— Bueno,  basta.  Déjate  de  reproches  y  ve 
luego  al  club,  donde  nos  será  dado  presen- 
ciar un  espectáculo  raro  en  verdad:  el  de 
un  hombre  que  no  teme  ala   muerte. 

— Hasta  luego,  entonces. 

— Hasta  luego. 

Y  en  medio  del  bullicio  de  la  calle  estré- 
chanse  las  manos  los  dos  amigos. 


108- 


II 


En  el  club. 

— Debe  ser  curioso  el  caso.  Cuenta  tú  los 
detalles.  Todos,  sin  omitir  ninguno. 

Y  un  rubio  ladino  y  buen  mozo,  po- 
niendo en  sus  frases  cierta  especie  de  vo- 
luptuosidad propia  del  tema,  explicó  cómo 
Ernesto  Daymond,  el  joven  estudiante,  gala 
y  orgullo  de  su  curso,  había  conocido  á  la 
bella  y  valiente  mujer,  causa  del  sonado  dra- 
ma cuya  última  escena  debía  desarrollarse 
en  el  próximo  amanecer. 

Como  siempre,  la  casualidad  los  había 
unido.  Entregado  á  sus  libros,  él  hacía  vida 
de  estudio  y  de  miseria.  Triste  estancia  lo 
guardaba  en  el  piso  último  de  conocidísimo 
hotel,  parodia  de  piedra  de  la  organización 
social  que  alcanzamos,    lujo   desbordante  en 


109- 


la  base,  modestia  afectada,  pasar  dificultoso 
en  el  centro,  fuerza,  trabajo,  dolor  arriba. 

Allí,  arriba,  estaba  Daymond,  el  joven  es- 
tudiante, gala  y  orgullo  de  su  curso,  y  allí, 
arriba,  había  llegado  ella,  Vera,  la  valiente, 
la  impávida  compañera  de  aquel  tirador  cé- 
lebre por  su  «suerte  ele  la  nuez»,  difícil  y 
peligrosa  en  verdad.  Imaginaos  que.  finali- 
zando una  serie  de  admirables  ejercicios  de 
tiro,  en  los  cuales  se  hallaba  siempre  en 
peligro  la  vida  de  Vera,  ésta  sacaba  del  bol- 
sillo izquierdo  de  su  pantalón  azul  una  pe- 
queña nuez  que  colocaba  serena,  majestuosa, 
heroicamente,  sobre  su  hermosa  cabeza,  en 
el  centro  mismo  de  su  cabellera,  partida  con 
sencillez  en  dos  como  la  de  un  muchacho. 
Un  momento  de  silencio  absoluto,  una  ra- 
cha fría  cortando  el  ambiente  de  la  sala,  y  el 
estampido  llegaba  aliviando  la  sofocación  de 
muchos  pechos.  La  nuez  había  saltado  al 
aire  convertida  en  fragmentos  microscópi- 
cos y  Vera,  tranquila,  serena,  casi  fría,  sa- 
ludaba con  ademán  gentil  á  un  público  más 
estusiasta  cada  noche. 

Como  amor  encendió  aquellos  dos  corazo- 
nes, ni  se  pregunta,  ni  se  explica.  No  hay  pa- 


-llo- 
ra qué.  Baste  saber  que  los  ojos  de  Vera 
habían  entrado  proyectando  torrentes  de  luz 
nueva  en  el  mísero  habitáculo  de  Ernesto 
y  que  éste  fué  feliz  hasta  que  un  descuido, 
una  indiscreción,  una  fatalidad,  si  queréis, 
hizo  que  el  terrible  y  celoso  dueño,  el  céle- 
bre tirador  Horman,  los  sorprendiera  en 
pleno  y  delicioso  idilio. 

Horman  hubo  de  matar  á  Ernesto  en  aque- 
lla ocasión.  Pero  cuenta  éste  que  los  ojos 
de  Vera  lo  salvaron.  ¡Cómo  miraron  á  Hor- 
man los  crueles,  los  bellos  ojos!  Eran  ellos, 
sin  duda,  los  que  guiaban  la  mano  del  tirador 
en  el  teatro.  Y  al  hacer  esta  observación  re- 
cordaba el  estudiante  la  forma  en  que  Vera 
miraba  á  Horman  cuando  un  tiro  fallaba 
el  blanco.  Era  indudable:  los  crueles,  los 
bellos  ojos  guiaban  la  mano  del  tirador  en 
el  teatro... 


lil- 


ilí 


A  la  seis  y  media,  padrinos  y  duelistas 
estaban  sobre  el  terreno.  A  pesar  de  lo  que 
pudiera  suponerse,  el  aire  de  Ernesto  no 
era  el  de  un  condenado  á  muerte.  Por  el  con- 
trario, su  seriedad  aparente,  si  no  asombra- 
ba, infundía  algo  de  misterioso  y  sugerente 
en  aquel  soberbio  despertar  de  primavera  en 
que  por  vez  primera  iba  á  jugarse  la  vida 
PD  una  forma  tan  loca. 

La  verdad  es  que  en  ese  momento  él  no 
tenía  presente  sino  los  ojos  de  Vera,  los  crue- 
les y  bellos  ojos  cuya  luz  estaba  en  los  su- 
yos y  que,  podía  asegurarlo,  guiarían  esta 
vez  también  la  mano  del  tirador. 

—  Un  tiro...  á  veinte  pavos...  apuntando  diez 
segundos...  Era  exactamente  la  prueba  de 
Horman  en  el  teatro.  La  «suerte  de  la  nuez»... 


-U'2- 

¡Pobre  Ernesto!  ¡Pobre  niño!  Ni  el  recuerdo 
de  la  clase  de  ofensa  hecha  á  Horman  que. 
por  su  índole,  ponía  al  estudiante  en  tan 
exce2>cionales  condiciones,  constituía  motivo 
suficiente  para  aminorar  el  grado  de  compa- 
sión que  los  curiosos  sentían  hacia  Ernesto, 
en  quien  se  empeñaban  en  ver  un  sacrifica- 
do alas  iras  del  tirador.  Deseos  sentían  al- 
gunos  de  insultar  á  Horman  por  cobarde. 

Revisadas  convenientemente  las  armas,  in- 
dicados los  sitios  respectivos  de  los  duelis- 
tas por  los  padrinos,  y  colocados  aquellos  en 
posición  de  hacer  fuego,  hubo  alrededor  de 
esta  escena  el  mismo  sileneio  é  idéntica  ex- 
pectativa á  la  que  Horman  provocara  todas 
las  noches  en  el  teatro  con  su  célebre  suer- 
te. La  imagen  de  Vera,  fría,  impasible,  está- 
tica, estaba  allí  representada  por  Ernesto 
cuyos  ojos  miraban  al  tirador  con  la  misma 
fijeza,  el  mismo  gesto,  casi  diríamos  la  mis- 
ma amenaza,  con  que  la  bella  mujer  atraía 
hacia  sí  toda  la  simpatía  de  un  público  con- 
movido. 

Dada  la  voz  de  «¡apunten!»  se  vio  á  Er- 
nesto, más  seguro  que  nunca,  mirar  al  adver- 
sario, sacar  su  mano  izquierda    del   bolsillo 


ti: 


del  pantalón  y  hacer  el  mismo  ademán,  se- 
reno, majestuoso,  casi  heroico  de  Vera,  al  lle- 
varse á  la  cabeza  el  fruto  que  la  pistola  de 
Horman  no  dejaba  de  herir  nunca. 

— ¡Fuego!  Y  el  prodigio  fué.  La  bala  de 
Horman  había  pasado  rozando  la  cabellera 
de  Ernesto  por  el  propio  sitio  donde  éste 
colocara  su  mano.  ¡Horman  había  apuntado 
á  la  nuez!...  El  estudiante  acababa  de  rea- 
lizar con  él  un  caso  de  verdadera  sugestión, 
aprovechando  en  su  beneficio  la  fuerza  de 
la  costumbre.  Demás  está  decir  que  la  bala 
adversaria  sólo  consiguió  asustar  á  dos  go- 
rriones que  saltaban,  traviesos,  entre  los  man- 
zanos en  flor. 

Ante  sonrisas  incrédulas,  Ernesto  sostiene 
que  los  ojos,  los  hoy  para  él  dulces  y  siem- 
pre bellos  ojos  de  Vera,  habíanle  salvado  la 
vida  por  segunda  vez.  Los  bellos  ojos  cuya 
luz  estaba  en  los  suyos.... 


RESURRECCIÓN 


Cuando  él  iba  muy  borracho,  como  esa 
noche,  ella  lo  desnudaba.  Le  sacábala  ropa 
á  tirones  y  rezongando.  Después,  ya  con 
su  hombre  en  casa,  acostada  á  su  lado,  la 
pobre   muchacha  rememoraba  el  pasado. 

Lo  había  conocido  una  noche  en  el  harem 
popular  donde  ella  hacía  de  odalisca.  Llegó 
sólo,  en  momentos  que  un  bárbaro  la  gol- 
peaba con  el  aplauso  de  un   grupo  de  com- 


116- 


pañeros.  ¡No  podía  olvidar  la  escena  aque- 
lla! El  se  paró  ante  el  grupo,  lanzó  un  reto 
audaz  al  agresor  y  la  escudó  con  su  cuer- 
po. Hubo  lucha.  Apesar  de  su  audacia,  no 
pudo  imponerse  sin  esfuerzo.  Le  vieron  solo 
y  creyeron  fácil  dominarle.  Era  pequeño  de 
cuerpo  y  sin  exterioridades  que  le  hicieran 
aparecer  temible,  pero  resultó  que  el  alfeñi- 
que aquél  tenía  músculos  de  acero  y  uu  va- 
lor personal  que  excedía  á  toda  ponderación. 
Atropello  con  tal  ímpetu,  que  la  pandilla  se 
vio  arrollada  en  el  primer  instante.  En  me- 
dio del  tumulto,  á  traición,  le  hirieron.  Cayó 
con  la  cabeza  rota.  Se  levantó,  sintióse  heri- 
do, bañó  sus  manos  en  la  sangre  que  le  cu- 
bría la  cara  y,  ciego  de  coraje,  azotó  con 
ellas. 

Lo  evocaba  así  siempre,  lleno  de  sangre, 
altivo,  loco,  arremetiendo  contra  el  montón 
de  cobardes,  defendiéndola  como  un  héroe, 
cayendo  y  levantándose  con  más  brío  cada 
vez,  hasta  poner  en  fuga  á  la  pandilla. 

Esa  noche  se  había  quedado.  Ella,  temblan- 
do, le  lavó  la  herida  y  le  dio  muchos  besos. 
El  se  reía  de  su  hazaña  como  si  se  tratara  de 
algo  que  no  debiera  extrañar  á  nadie.    Esto 


117 


le  daba  ante  los  ojos  de  ella  mayor  realce  y 
hacía  que  su  figura  creciera  en  su  imagina- 
ción. 

Por  la  mañana,  cuando  quiso  irse,  ella  le 
pidió  que  volviera  pronto.  Él  se  lo  prometió. 
Pasaron  días.  ¡Cómo  sufrió  durante  la  espe- 
ra! No  se  perdonaba  el  no  haber  averiguado 
su  nombre.  ¡Y  pensar  que  no  se  le  había  ocu- 
rrido siquiera  preguntarle  dónde  vivía!  ¡Que 
bruta  era!  ¡Le  había  tratado  casi  como  á  los 
demás,  como  á  uno  de  tantos,  sin  darle,  qui- 
zás, más  de  lo  que  diera  á  otros!  ¡No  podía 
perdonárselo,  no  se  lo  perdonaría  nunca! 

Cuando  él  volvió,  al  cabo  de  muchas  no- 
ches, ella  experimentó  la  más  grande  de  las 
alegrías  á  que  podía  'aspirar  en  su  cautiverio. 

Tuvo  su  nombre  y  su  dirección.  ¿Por  qué 
no  había  de  ciárselos?  ¿Qué  mal  podía  traerle 
aquello?  Nada  más  natural  que  ella  supiera 
quién  era  y  adonde  vivia.  El  no  se  resistió. 
En  realidad  le  halagaba  el  interés  que  ella 
demostraba  por  su  persona. 

Después  el  harem  popular  fué  teatro  de 
un  verdadero  idilio. 

— No  te  creo,  solía  decir  él. 

— Tampoco  yo,  en  tu    caso,  creería.  Pero 


-us- 
es así.  ¿Por  qué  no  hemos  de  querer  nosotras 
también?  Y  más  que    ellas,    porque  hemos 
sufrido  más. 

— Pero  ¿por  qué  te  emborrachas?  No 
quiero  verte  así  ¿sabes? — le  [dijo  una  noche. 
Y  la  pobre  muchacha,  la  asilada  de  prostí- 
bulo, le  dio  consejos  morales. 

— Si  no  me  emborrachara  no  vendría  á 
verte — contestó  él  sombrío. — Escucha  ¿quie- 
res salir  de  aquí?  ¿Quieres  que  yo  te  lleve? 
— agregó  después  dulcificando  el  gesto. 

Ella  nada  dijo,  quedando  conio  abatida. 
Esperaba,  más  bien  dicho  presentía  aquello, 
pero  no  tan  pronto,  tan  de  improviso.  El 
placer  que  le  causara  la  proposición,  se  ex- 
teriorizó en  sus  facciones  de  una  manera 
extraña.  Tal  como  si  un  dolor  la  hubiera 
anonadado. 

El,  sin  comprenderla,  se  exasperó. 

— Si  no  quieres,  bueno.  ¡Quédate  en  la  cloa- 
ca! Al  fin  y  al  cabo.... 

Sin  dejarle  terminar  la  frase  ella  se  echó 
á  su  cuello.  Lloraba  á  mares.  Sobre  el  pe- 
pecho  del  hombre  se  deshizo    en  lágrimas. 

Al  día  siguiente  se  marchaban  juntos,  bajo 


—  119 — 

la  mirada  infame  del  rufián  que  murmuraba 
contra  él. 


Muchos  buenos  y  malos  días  transcurrie- 
ron . 

El  trabajaba  para  sostener  la  casa,  pero  de 
noche  regresaba  borracho. 

Y  los  consejos  y  las  súplicas  de  ella  resul- 
taban inútiles.  Era  bueno  pero  no  la  aten- 
día. Y  su  naturaleza  degeneraba    por  horas. 

— ¡Qué  hacer!  —  decía  ella  cuando  él  iba 
muy  borracho,  como  esa  noche.  Y  se  pasa- 
ba en  vela  rememorando  el  pasado. 


II 


Al  día  siguiente  tenía  formada  su  deter- 
minación. Mientras  almorzaba  se  paró  frente 
á  él  y  le  dijo  muy  seria: 


—120- 

— Si  otra  noche  vuelves  así  yo  me  voy 
¡te  lo  juro! 

Era  tan  enérgico  el  tono,  tan  resuelto  el 
ademán  de  ella,  que  él  la  miró  asombrado. 

— ¿Te  vas?  ¿Te  vas?  ¿Y  á  donde?  Iba  á 
echarle  en  cara  su  proceder,  pero  se  detuvo. 

— Bueno,  si  no  quieres,  me  dejas.  ¡Volveré 
á  la  cloaca!  Al  fin  y  al  cabo... 

Fué  como  un  tiro.  No  se  le  había  ocurrido 
que  pudiera  suceder  eso.  ¿Volver  allí,  ella? 
¿Y  por  qué  no  si  había  estado  tanto  tiempo? 

Sin  terminar  de  almorzar  se  fué  al  tra- 
bajo. Ella  le  esperó  como  siempre. 

Llegó  la  noche  y  él  no  quiso  salir. 

Así  una  semana. 

No  había  duda.  Ella  lo  regeneraba. 


III 


Una    tarde,  la   tarde  de   un   día  de  fiesta, 
charlaban  amablemente  sobre  la  vida  futura. 


—121— 

Vivían  tranquilos,  porque  él  ya  no  se  embo- 
rrachaba. De  pronto  ella  se  acordó  de  sus 
padres  y  se  le  nublaron  los  ojos.  Todavía 
había  en  ellos  mucha  tristeza.  Cuando  estos 
recuerdos  la  asaltaban,  él  permanecía  mudo. 
Temía  interrumpirla  con  alguna  observa- 
ción banal. 

— No  los  veré  más,  dijo  ella. 

— ¿Quién  te  lo  impide?  dijo  él. 

— ¿Quieres  saber  una  cosa? — Y  se  levantó. 
— Toma  y  lee. 

La  carta  empezaba  así:  «No  creemos  en  lo 
que  nos  dices:  tú  has  muerto  para  nosotros. 
No  te  acuerdes  que  tienes  padres.  No  reco- 
noceremos jamás  á  una   perdida   como  tú...» 

No  cotinuó.  Iba  á  romper  la  carta,  coléri- 
co. Ella  le  cogió  el  brazo. 

— ¿Qué  quieres?  dijo.  Tampoco  tú  creías 
Acuérdate... 


ASI! 


Cien  veces  había  clamado  en  las  reunio- 
nes de  amigos  contra  el  derecho  de  muerte 
que  se  abrogaban  los  hombres  sobre  las 
amantes  infieles  y  traidoras.  Cien  veces  ha- 
bía yo  oido  de  sus  labios  la  altisonante  pa- 
labra de  protesta  gesticulada  entre  arreba- 
tos un  tanto  líricos  pero  preñados  de  argu- 
mentos. 

El  derecho  del  hombre,   decía,  ejercitado 


124- 


en  detrimento  de  la  libertad  femenina,  está 
solo  en  su  fuerza  de  bruto.  Ella,  la  fuerza, 
le  ciega.  Si  razonara  un  instante,  si  fuera 
capaz  de  meditar  un  segundo  en  medio  de 
los  relámpagos  de  su  cólera  ^producida  por 
su  orgullo  herido,  por  su  vanidad  ultrajada, 
desaparecerían  para  siempre  los  actos  de 
violencia  indignos,  injustos,  bárbaros  y  re- 
pugnantes con  que  se  han  manchado  las  ge- 
neraciones que  nos  han  precedido  y  se  si- 
guen manchando  las  presentes. 

Y  por  ese  tenor,  amontonando  ejemplos 
probatorios,  llegaba  á  afirmar,  incontesta- 
blemente, la  falta  de  equidad  en  las  rela- 
ciones de  los  sexos,  relaciones  en  las  cua- 
les el  hombre  llevaba  siempre  la  mejor 
parte,  puesto  que  él  era,  al  fin  y  al  cabo, 
ayer  como  hoy,  el  dueño  y  señor,  el  amo 
en  la  casa,  el  dominador  en  todas  partes. 

La  cuestión  económica  era,  naturalmen- 
te, para  él,  la  que  obstaculizaba  aun  la  in- 
dependencia verdadera  de  la  mujer,  consti- 
tuyendo el  principal  lazo,  la  mas  fuerte 
ligadura  esclavizadora.  Sin  independencia 
económica  no  sería  posible  nunca  obtener 
la  verdadera  libertad    de  los    sexos     recia- 


—  125— 

mada,  imperiosamente,  por  la  razón  y  la 
vida. 

Claro  está  que  se  consideraba  un  liberta- 
do del  prejuicio  en  boga.  Estaba  unido  li- 
bremente á  una  hermosa  mujer  que  le  acom- 
pañaba en  la  vida  como  una  alma  gemela 
alentadora  y  llena  de  bondad,  algo  así  co- 
mo un  espiritu  hermano,  lleno  de  dulzura, 
que  le  alegraba  las  horas  dándole,  en  cari- 
ño, todo  lo  que  exigía  su  ardiente  natura- 
leza. 

La  verdad  era  que  al  contemplarles  jun- 
tos nadie  hubiera  pensado  que  tan  pronto 
aquel  dogmático  teórico  iba  á  ser  puesto  á 
prueba  en  una  forma  tan  decisiva. 

En  sus  libres  relaciones  de  amor,  él  afir- 
maba, habían  sido  escluidos  el  engaño  y  la 
falsía,  ya  que  la  más  libérrima  voluntad 
precediera  aquella  unión.  Desde  que  nin- 
gún interés  mosquino  había  hecho  presión 
sobre  aquellos  dos  seres  mal  podían  los 
convencionalismos  ni  las  fórmulas  falsas  y 
antinaturales  inmiscuirse  para  nada  en  sus 
destinos.  Se  habían  deseado,  se  querían  y 
basta. 

De  esto     deducíase,  lojicamente,    que    si 


—126— 

mañana,  por  una  causa  no  prevista  pero  no 
por  esto  imposible  de  acontecer,  cesara 
aquel  amor,  la  misma  libertad  que  los  uniera 
sería  la  que  debiera  separarlos. 

Nunca  él  hizo  alusión  á  la  posibilidad 
de  esta  circunstancia  como  si,  pese  á  sus 
ideas  al  respecto,  un  vago  temor  le  atara  la 
lengua.  El  temor  no  era  de  advertirse,  mu- 
cho más  si  se  tiene  en  cuenta  que  la  cir- 
cunstancia podía  ser  prevista  por  cualquie- 
ra dados  los  antecedentes  espuestos.  El  caso 
era  de  aquellos  que  se  encuentran  fuera 
de  toda  discusión.  La  solución  del  problema, 
en  caso  de  plantearse,  estaba  resuelta  de 
antemano. 


II 


— Yo  no  debo  engañarte.  No  debo,  no 
quiero;  aparte  de  que  no  habría  objeto  en 
ello. 


-127- 

La  voz  de  la  compañera  vibraba  en  su 
garganta  con  un  timbre  algo  extraño.  Era 
una  voz  serena  si,  pero  cargada  de  emocio- 
nes. Salía  la  frase  como  envuelta  en  un  eflu- 
vio doloroso    aunque  resuelto. 

El  aire  tibio  de  la  tarde  estival  que  pe- 
netraba por  la  ventana  entreabierta  del  co- 
medor alegre,  daba  mayor  fuerza  é  la  ex- 
presión haciéndola  más  penetrante  y  aguda. 

— No  debes  engañarme...  si...  no  quieres... 
per  j  ¿por  qué  hablas  así?... 

La  frase  terminó  en  un  ruego.  La  pre- 
gunta parecía  decir:  si  no  hablaras  te  lo 
agradecería.  La  sospecha  de  algo  grave,  de 
algo  muy  triste,  irreparable  y  muy  angus- 
tioso, cruzó  por  el  cerebro  del  hombre  aman- 
te, del  compañero  cuya  vida — ¡oh,  ahora 
lo  sentía  como  á  través  de  una  adivinación 
súbita! — estaba  toda  entera  en  la  voluntad 
de  aquella  mujer. 

Ella,  sin  dar  á  conocer  que  sus  ojos  pe- 
netrabran  en  la  sombra  del  drama  que  agi- 
taba el  espíritu  del  hombre,  continuó  imper- 
térrita: 

— La  libertad  que  nos  unió  separará 
nuestros  cuerpos.  Ya  no  soy  tuya... 


—128— 

El  le  tapó  la  boca,  como  queriendo  evitar 
la  confesión  completa  que  lo  hería  en  lo  más 
hondo. 

La  cabeza  triste  de  la  mujer  se  dobló  sobre 
la  mano  del  hombre. 

— Si  quieres,  prosiguió  ella,  seremos  siem- 
pre amigos.  ¿Por  que  no?./, 

— ¿Por  que  no?  repitió  el  hombre  ma- 
quinalmente.  Y  se  abismó  en  su  pena. 

"Después,  en  nombre  de  aquel  amor  embar- 
gante, pidió,  casi  exigiendo,  que  no  le  aban- 
donara así,  tan  de  improviso,  tan  repentina- 
mente. El  sufría,  ella  lo  sabía,  lo  veía;  debía 
hacerlo,  no  por  obligación,  sí  por  cariño. 

Ella  formuló  una  promesa,  un  débil  con- 
suelo en  frase  breve.  Esperaría. 

Como  un  rayo  estalló  de  pronto  en  él  algo 
parecido  á  la  cólera.  Apesar  de  aquella  fran- 
ca declaración  se  consideró  engañado  y  los 
celos  terribles  estallaron,  tan  terribles  y 
grandes  como  el  mismo  afecto  que  le  emba- 
razaba. 

Tuvo  entonces  exigencias  que  ella  resistió, 
exponiendo  las  mismas  ideas  que  el  propa- 
gaba. La  mujer  las  aprovechaba  todas  en  fa- 
vor de  su  resolución.  Su  voluntad  era  esa  hoy 


-129- 

como  ayer  fué  la  de  atarse  á  su  suerte.  ¿Po- 
día él  impedirlo?  ¿En  nombre  de  qué  ley, 
de  qué  razón,  de  qué  fuerza?  ¡No,  no,  y 
no!  El  también  estaba  fuera  de  la  verdad, 
de  la  vida.  ¿Cómo  podía  exijir  de  ella  lo 
que,  en  caso  análogo,  hubiera  repudiado  en 
otros? 

La  escena  terminó  brutalmente,  perdien- 
do el  hombre  en  razón  lo  que  ganara  en 
violencia. 

— ¿Sería,  al  fin,  como  los  demás?...  El 
mismo  era  quien  se  formulaba  la  pregun- 
ta. Y  tuvo  vergüenza  de  hacer  lo  que  hacía. 


ni 


Tres  días  habían  pasado,  tres  días  de 
dolor,  de  dudas  horribles,  de  sombras  mar- 
tirizantes. El  hombre  razonaba  pero  no  se 
entregaba  á  su  destino. 


■130- 


En  la  mañana  del  cuarto  día  un  hecho 
sospechado  lo  sacó  de  quicio.  Ella  recibió 
una  carta  perentoria  cuyo  texto  quizo 
ocultar. 

— ¿Para  qué?  le  dijo.  Por  él  mismo  lo 
hacía.  Debía  partir  y  él  no  indagar  más. 
Dejarla,  en  una  palabra,  ejercitar  su  vo- 
luntad sin  ponerle  un  obstáculo. 

— ¿Dejarla?  Pero  eso  era  resignarse  al 
sacrificio,  entregarse  al  dolor,  á  la  desespe- 
ración,  al  martirio. 

Tuvo  otro  ímpetu  y  corrió  hacia  la  mujer. 

— ;Dáme  esa  carta! 

— Tómala. 


— Bueno...  ¿Y  ahora?... 

— ¡Ahora  te  quedas! 

— ¿En  nombre  de  qué? 

— ¡De  mi  fuerza! 

Ella  rió  nerviosa,  agitada,  casi  con  es- 
truendo. 

Y  él  viéndolo  todo,  abarcando  en  una 
gran  mirada  la  inmensidad  de  su  desastre, 
resolvió  su  destino  con  sus  propias  manos. 
Le  asió  el  cuello,  el  cuello  blanco  y  sin 
mácula,  y,  moderno  Ótelo,  la    ahogó  sobre 


— 131— 

el  sofá  del  comedor  alegre,   impregnado  de 
aire  tibio. 

— ¡Así!  ¡Así!  ¡Después  yo!  ¡No  tengo  ra- 
zón! ¡Ya  sé!  ¡No  tengo  razón  pero  te  mato! 
¡No  importa!  ¡No  tengo  razón,  no  tengo 
razón!  ¡Ya  sé!  ¡No  importa!  ¡Asi!  ¡Así!  ¡Des- 
pués yo!... 


CADENAS 


Era  ella  fuerte  y  altiva.  Y  nadie,  hasta  en- 
tonces, habíale  hecho  abdicar  de  su  fiereza. 
¿Como  iba  á  explicarse,  pues,  el  dominio  ejer- 
cido sobre  este  ser  superior  por  aquel  vulgar 
hombre,  aquel  rudo  capitán  de  barco,  vi- 
cioso, disoluto,  cruel  siempre  que  se  hallaba 
bajo  la  acción  del  veneno,  humilde  y  lamen- 
tablemente bajo  cuando  la  depresión  física  le 
invadía?  De  alta  y  fornida  figura,  era  el  ma- 


—  134- 

rino  bellamente  varonil,  es  cierto,  pero  sin 
ninguno  de  los  demás  atractivos  que  pare- 
cían necesarios  para  servir  de  compañero  de- 
vida á  una  mujer  tan  admirablemente  dotada 
como  lo  era  aquella  Laura,  ave  errante  y  li- 
bre, á  quien  por  casualidad  encontrara  al 
llegar  de  arribada  a'  un  puerto  mejicano. 

¡Ay!  ella  misma  no  podía  explicárselo- 
Aquel  hombre  se  había  adherido  á  su  vida 
como  el  dolor  á  la  carne.  Y  no  podía  des- 
prendérselo. Así,  cuando,  desesperada,  co- 
mo una  vaga  impulsiva,  á  raíz  de  una. 
escena  brutal  en  que  el  borracho  la  gol- 
peaba, ella  salía  huyendo  de  un  lugar  cual- 
quiera, allá,  á  través  del  mundo,  la  sombra 
del  barco  de  Carlos, — tétrica  sombra, — iba 
siempre  implacable,  siguiendo  al  «transat- 
lántico» en  cuya  velocidad  Laura  pusiera, 
momentáneamente,  su  destino.  La  encontra- 
ba para  pedirle  perdón  y  besarla' dé  rodi- 
llas, tan  servil  é  indigno,  pasado  el  exceso,, 
cómo  indómito  y  terrible  en  la  borrasca. 

—¿Qué  quieres  de  mí?  decíale  ella  enton- 
tonces.  Sé]3arémono3  de  una  vez,  para  siem- 
pre. Será  mejor  para  tí  y  para  mí.  'Esta 
gimnasia  destruye  demasiado.    No  podremos 


-  135— 

resistir.  E  insistía  invariablemente.  Llegó 
á  suplicar:  «¡Por  tí!  ¡Por  mí!» 

— Moriremos  juntos.  Prométemelo,  argüía 
el  marino. 

Vivaz,  ardiente,  febricitan  temen  te.,  ¡cuan- 
do quieras!  contestábale  Laura,  entreviendo 
el  descanso.  Pero  no  se  atrevía.  ¡El  muy  co- 
barde! 

Al  fin,  la  mujer  triunfaba  en  ella  y  el  per- 
dón, compasivo  y  noble,  aparecía  en  sus  la- 
bios, que  un  gesto  ele  dolor  contraía  amar- 
gamente. 

Pero  la  escena,  uniforme  y  feroz,  se  repetía 
al  poco  tiempo.  La  acción  del  veneno  era  la 
misma  bajo  todas  las  latitudes.  Y  la  altivez  v 
la  fuerza  de  Laura  volvían  á  rodar  por  la  al- 
coba, cuyos  tapices  manchaban  los  vómitos 
del  ebrio.  ¡Oh,  noches  de  amor  y  vino  en  que 
■él,  rabioso,  mordía  sus  carnes,  las  carnes 
palpitantes  de  sus  senos  frescos,  como  fru- 
tas maduras  que  calmaran  los  ardores  de  un 
.sediento!  ¡Oh,  noches  de  placer  y  dolor  en 
que  él  rugía  y  ella,  sollozante,  tragábase  s;:s 
lágrimas  de  vergüenza,  mientras  continuaba 
escuchando,  como  una  obsesión  ya,  las  fra- 


—  136  - 

ses  consoladoras  de  Carlos:  «moriremos  jun- 
tos, prométemelo!...» 

— ¡Eres  cobarde,  Carlos!  ¡No  has  de  atre- 
verte nunca!  ¡Hiere!  ¡Que  el  vino  y  la  san- 
gre deben  hacer  buena  mezcla! 

Cuando  ella  hablaba  así,  mirándolo  fijo 
y  firme,  él  sentía,  allá  en  lo  hondo  de  su  ser, 
algo  que  le  daba  frío.  ¡La  mirada  era  tan  fir- 
me y  tan  fija!... 

— Es  que,  si  tu  no  lo  haces,  adviértelo 
bien,  díjole  una  noche,   yo... 

Cortándole  las  palabras,  el  pretendió  some- 
terla como  otras  veces,  y,  loco,  delirante,  le- 
vantó su  mano. 

Ella  sintió  que  un  vértigo  le  arrebataba. 
Atajó  el  golpe  del  bárbaro;  subió  á  la  altura 
del  hombro  el  puñal  morisco  que  le  sirviera 
de  cortapapel,  lo  hizo  cruzar,  rápido,  frente 
á  los  ojos  de  Carlos,  y  llena  de  ansias,  lo  hun- 
dió, hasta  el  anillo  de  oro,  en  pleno  pecho 
blanco  y  velludo. 

—  ¡Te  lo  prometí!  Si  mueres,  partiremos 
juntos.  —  Y  del  cuerpo  caído  y  sangriento 
arrancó  el  arma. 

Altiva  y  fuerte,  Laura  volvía  por  su  fie- 
reza. 


137- 


Escasa  tarea  hubo  para  la  justicia.  Aquel 
borracho,  hermoso  como  un  dios,  tenía  tam- 
bién su  dignidad.  Por  eso,  cuando  ella  de- 
claraba la  verdad,  toda  la  verdad  del  cri- 
men, Carlos,  desde  su  cama  triste,  hacía  re- 
caer sobre  él  toda  la  culpabilidad  del  acto. 
La  herida  era  obra  de  sus  propias  manos.  Y 
ella,  inocente. 


II 


Bella,  tranquilla,  llena  de  sol  y  aire  tibio 
y  vivificante,  era  la  tarde  en  que  Laura  se 
dirigía,  por  última  vez,  hacia  el  hospital  nec- 
yorkino  donde  Carlos  convalecía. 

— Lo  prometí  y  lo    hubiera  cumplido.  Si 


138- 


morías,  no  hubieras  partido  solo.  Pero  tu  co- 
bardía nos  separa.  Si  tú  hubieras  dado  el 
golpe,  á  estas  horas...  En  fin,  tu  te  salvas  y 
yo  parto.  «¡Grood  bye!» 

Por  primera  vez  ella  le  hablaba  á  Carlos  en 
su  idioma.  ¡Y  con  qué  palabras! 

— «¡G-ood  bye!» — repitió  el  marino  como 
un  autómata,  en  un  tono  que  parecía  decir: 
«sobre  el  mundo  mi  barco  no  volverá  á  en- 
contrar tus  huellas». 

Y  aquel  «¡good  bye!»  repetido  en  aquél 
instante,  tornábase  aún  más  trágico  que  la 
puñalada  de  Laura  y  el  gemido  de  Carlos  en 
la  noche  infausta,  porque  era  la  síntesis  final 
de  un  poema  triste,  del  poema  triste  de  aque- 
llos dos  seres  hechos  de  pasión  y  dolor. 


139- 


III 


Afirmada  en  su  fiereza,  al  franquear  las 
puertas  del  hospicio,  Laura  pensaba  que  aque- 
lla noche,  al  herir,  no  había  herido  á  «su» 
hombre,  sino  á  «un»  hombre.  No  amaba  ya. 
He  ahí  todo.  Por  eso  la  rebelión  que  allí  fué 
castigo.  Contra  el  ultraje,  la  puñalada.  Veía 
sangre  en  sus  manos  y  se  decía  melancólica : 
el  amor  no  supo  verterla.  Indudablemente, 
no  amaba  ya... 


De  Sacrificio 


MARGARITA  CRIOLLA 


Así,  al  pasar, — como  quien  compra  frá- 
gil juguete  de  niño  en  el  bazar  más  cerca- 
no.— triste  y  hermosa  flor  de  miseria,  to- 
móla él  aquella  noche  para  aspirar  su  per- 
fume. 

Pasagero,  poco  persistente,  falto-  de  fuer- 
za intensiva,  como  el  deseo  momentáneo 
que  le  arrastrara,  consideró  nuestro  héroe 
el  aroma  de  aquella  margarita,  que    cruza- 


—144— 

ba,  fresca  y  luciente  aún,  pero  perdiendo 
una  hoja  cada  día  por  los  bulevares  por- 
teños. 

— ¡Todas  eran  iguales!  pensaba  él  cuando 
en  el  gabinete  reservado  del  café  elegante, 
entre  sorbo  y  sorbo  de  brebaje  ardiente, 
acercaba  sus  labios  de  efebo,  torpes  y  exi- 
gentemente jóvenes,  á  los  dóciles  y  ejerci- 
tados de  la  manceba  comprada. 

— ¡Todas  eran  iguales!  Entonces  ¿por  qué 
había  de  proceder  con  ella  en  forma  dis- 
tinta á  la  que  usara  con  otras?  Terminó, 
pues,  de  darla  besos  y — como  siempre,  eso 
si  ¡pobre  muchacha! — pagóselos  en  buen  oro 
contante  y  sonante. 

Antes  de  separarse  ella,  como  otras  mu- 
chas, contóle  cosas  muy  tristes  en  las  que  él 
no  puso  gran  atención,  á  pesar  de  que  la  voz 
femenina  adquiriera,  más  de  una  vez,  el  tono 
de  las  grandes  sinceridades.  Y  cuando  ella 
insistió  en  la  orfandad  de  su  vida,  en  su  do- 
lor sin  consuelo,  en  su  pena  sin  tregua,  él  no 
hizo  otro  gesto  que  el  acostumbrado  para  to- 
da^  estas  emergencias,  de  las  cuales  se  desea 
salir  apresuradamente,  tal  como  cuando  en 
la  calle  os  detiene  un  desgraciado  con  la  ma- 


-115- 

no  tendida.  Si  tenéis  dais,  para  poder  conti- 
nuar, libre  de  obstáculos  dolorosos,  vuestro 
camino.  ¡Fuera  interrupciones!  Estáis  de  pri- 
sa, la  vida  es  corta  y  apenas  si  hay  tiempo 
para  ocuparos  en  los  asuntos  más  personales. 
El  buen  muchacho  no  tenia  amor:  no  podía 
darlo,  pues.  Y.  como  estaba  de  prisa,  siguió 
su  marcha  ante  la  vagabunda  que  desde  en- 
tonces tuvo  un  poco  más  de  sombra  en  los 
ojos,  más  palidez  en  los  labios  y  allá,  en  el 
fondo  de  su  ser  intimo,  un  montón  más  de 
amargura. 


II 


La  vi  al  comenzar  esta  primavera.  Seguía 
vendiendo  sus  gracias  pero  no  á  él.  ¡A  él 
nunca!  dijome  un  día.  A  no  ser  que...  ¡Oh, 
que  rayo  de  esperanza  vi  iluminar  su  ros- 
tro! ¡Cómo  miró  en  la  noche  creyendo  pene- 
trar en  las  obscuridades  de  su  suerte!  No  es 


In- 


concebible virginidad  más  ingenua  que  la 
revelada  por  aquellos  ojos  ¡Pobrecita!  Miró 
y  creyó  en  el  fantasma. 

A  no  ser  que...  Esto  equivalía  á  decir:  «á 
él  nunca  ó  para  siempre».  Estaba  perdida. 
El,  por  vanidad  ó  porque  sí/ la  gran  razón, 
se  dejó  querer.  Claro  está  que  ella  no  exigió 
promesas.  ¡Q'ié  había  de  exigir  la  infeliz 
mendiga  de  cariño!  Y  amó  ciega,  loca,  con 
fuerza  única. 

La  arrastrada,  la  perdida,  la  perra  de  lu- 
panar fué,  después,  un  ejemplo  de  limpieza  de 
cuerpo  y  de  gentileza  de  espíritu  de  índole 
tan  elevada  que  bien  pudiera  aprovechar  á 
más  de  una  coquetuela  frivola  é  inocua  de 
esas  que  abundan  en  los  salones  lujosos. 

Pero  ella  daba  lo  que  no  podían  retribuirle. 
El  no  la  comprendía,  ni  podía,  ni  quería, 
en  último  término,  comprenderla.  ¡Oh,  dolor! 


[-147- 


III 


Asi  las  cosas,  un  día  ella  despertó  con  un 
pensamiento. 

Estaba  sola  y  triste.  Más,  mucho  más, 
que  cuando  se  ofrecía  en  las  calles  al  pri- 
mer transeúnte.  Hacía  tres  días  que  el 
amante  faltaba.  ¿Qué  hacer?  Recorrió  de  un 
solo  vistazo  retrospectivo  toda  su  terrible 
vida  pasada  y  lanzando  al  porvenir  una 
sonda  enorme  no  pudo  llegar  fal  fin.  ¡Tan 
profundo  era  y  tan  negro!  ¿Que  hacer?  vol- 
vía á  repetirse.  Tenía  en  sus  manos  la  sá- 
bana de  hilo  fino  que  había  enjugado  sus 
lágrimas  de  tres  noches.  Acariciaba  el  tejido 
con  cierta  fruición  inconsciente  cuando  sus 
ojos  se  detuvieron  en  un  soporte  de  hierro 
que  sobresalía  de  la  parecí  como  un  palmo. 
¿Morir?  pensó.  ¡Y  por  qué  nó,  si  era  tan  fa- 


148 


cil!  Hízj  el  nudo  y  se  colgó.  El  hilo  fino  y 
suave  déla  sábana  arrugó,  levemente,  el  cue- 
llo limpio  y  blanco    ¡Lirios!  ¡Lirios!    ¡Lirios! 


Esa  tarde,  los  diarios  daban  la  nueva.  Uno 
de  ellos  decía  en  su  sección  policial:  «La 
muchacha  de  vida  alegre  N.  N.  ha  sido  en- 
contrada muerta  en  su  habitación.  Se  supone 
un  crimen  por  robo.  La  autopsia  del  cadá- 
ver será  hecha  hoy  por  el  doctor  X.»  Ni  una 
palabra  más. 

De  esta  manera  la  prensa  anodina  de  la 
época  que  alcanzamos  daba  cuenta  á  sus  lec- 
tores de  uno  de  los  poemas  de  amor  y  deses- 
peranza más  grandes  en  que  se  hayan  visto 
envueltas  las  almas  de  hoy. 


LA  LLAGA  AL  AIRE 


— ¡Es  una  perdida!  decía  la  gente  al  ver 
cruzar  por  las  calles  del  pueblo,  siempre  á 
altas  horas,  su  gentil  silueta  que  se  recor- 
taba en  las  penumbras.  Y  tiene  hijos  gran- 
des, y  es  enferma,  y  no  se  cuida,  y  conta- 
giará á  los  que  estén  á  su  lado,  y.... 

Ella  á  esas  horas  iba  á  nn  baile  plebeyo. 
A  uno  de  esos  piringundines  de  campo  á 
donde  concurren  verdaderos  amadores  del 
arte  en  busca  de  buenas  compañeras,  de 
sujetos  para  realizar  su  placer,  el  placer  de 
la  danza  que  es  también  un  ritmo,  porque 
hay  poetas  de  la  danza,  como  los  hay  del 


■150- 


pincel,  como  los  hay  del  verso,  como  los 
hay  de  la  música.  Y  ella  era  una  musa. 
Jamás  en  el  pueblo  había  memoria  de  qu  3 
cuerpos  como  el  suyo  hubieran  pisado  un 
salón  de  academia.  Ese  armazón  era  hecho 
p3,ra  el  baile.  Habia  que  verla  con  un  acom- 
pañante diestro.  La  concurrencia  se  dete- 
nía á  admirarla.  Mecíase  airoso  su  cuerpo, 
entregado,  en  absoluto,  como  en  un  arroba- 
miento, como  en  una  abstracción,  al  com- 
pás de  una  habanera  ó ;  de  un  tango,  su- 
premas síntesis  de  la  voluptuosidad  popular; 
ora,  con  gracia  felina,  arrastrábase  que- 
brando en  la  más  compadre  milonga  que 
hayan  visto  ojos  de  criollo;  ya  se  alzaba, 
ágil,  en  el  giro  vertiginoso  de  un  vals  y 
era  un  ovación  la  que  se  oía  al  cruzar 
como  con  alas  por  el  salón  hecho  cancha 
para  que  se  luciese  la  moza:  ó  bien,  con 
la  intención  aviesa  de  la  hembra  humana, 
en  el  requiebro  de  un  gato,  de  un  pericón, 
ó  de  una  zamba  exhibía,  provocante,  el 
busto,  erguidos  con  altivez  los  senos  que 
parecían  querer  libertarse  rompiendo  la 
prisión  del  escote. 

Asistíamos  al  baile  acompañados   del  mé- 


151 


dico  y  ele  otra  persona  amiga  que  deseaban 
hacernos  conocer  todas  las  peculiaridades 
de  la  pequeña  población. 

Vamos  á  llevarlo  esta  noche  á  presen- 
ciar un  curioso  espectáculo,  habíanme  di- 
cho. Y  cumplían  su  palabra. 

Estábamos  en  la  gran  sala  ó  galpón.  Mu- 
chas parejas,  mucho  ruido  y  gran  movi- 
miento. De  pronto  una  aclamación.  Los 
danzarines  se  detienen.  Era  ella,  la  reina. 
Llegaba  sola,  como  siempre.  Cien  brazos  se 
tienden.  Ella  sigue  sin  prestar  atención,  sin 
dar  vuelta  la  cara,  una  vez  siquiera,  hacia 
el  mostrador  que  se  alza,  allá,  en  el  fondo. 
Llega  y  llama  resuelta.  Pide.  Se  le  alcanza 
un  vaso  lleno.  Lo  apura  de  un  sorbo,  gira 
sobre  sus  talones  y  se  cuelga  del  primer 
brazo  que  encuentra  á  mano.  Se  diría  que 
ella  iba  allí  como  quien  realiza  un  deber.  Al 
enfrentarse  á  nosotros  no  puedo  menos  de 
lanzar  una  esclamación. — ¡La  bailarina  está 
enferma!  Lleva  una  venda,  fina  y  fuerte,  en 
el  rostro.  Tras  la  venda  he  sospechado  alg.> 
horrible. — Un  cáncer....  me  dice  el  médico. 
Ocho  meses  de  vida,  apenas.  Es  enferma  mia... 

— ;Y  porqué  aquí,  entonces? 


—  152— 

El  médico  sonríe  amargamente.  Es  su  tra- 
bajo, agrega.  Baila  á  tanto  la  pieza,  como 
las  otras.  Con  eso  la  infeliz  mantiene  á  los 
hijos.  Y,  antes  de  que  yo  viniera  á  la  loca- 
lidad, pagaba  al  médico...  Baila  como  nadie 
y  la  buscan  á  pleito.  Pero  no  la  quieren 
para  otra  cosa...  Se  diría  que  el  dolor,  que 
el  hambre,  le  han  enseñado. 

— ¡Vaya  unos  maestros  de  baile!  digo  for- 
mulando, mentalmente,  la  tragedia. 

En  ese  preciso  momento  la  cancerosa  lucía 
sus  habilidades  en  medio  de  la  sala,  circuida 
por  casi  toda  la  concurrencia.  Nos  acercamos 
á  contemplarla.  Era  un  delirio.  Jamás  danzan- 
te alguno  puso  mas  entusiasmo  en  su  tarea. 
Se  emborracha  bailando!  dice  un  curioso  á 
nuestro  lado.  Barajamos  la  frase  en  el  aire.  La 
intuición  popular  habia  acertado,  como  siem- 
pre.Ebria  de  dolor  aprendió  á  bailar.  ¡Y  ahora 
se  embriagaba  bailando  para  olvidar  el  dolor! 

No  sé  porque  cuando,  al  terminar  la  pie- 
za, ella  pasó  ante  nuestro  grupo,  moviéndose 
todavía  con  cadencia,  recordé  la  figura  de 
aquellos  condenados  que,  haciendo  contor- 
siones raras,  marchan  hacia  el  suplicio  can- 
tando locas  canciones. 


LA  EXPLOTADA 


Del  primer  bofetón  la  mujer  había  roda- 
do, con  el  labio  partido,  al  pie  del  lecho  de 
hierro. 

— ¡Hija  de  perra!  Yo  te  voy  á  enseñar. 
Dos  días  fuera  de  casa  para  venir  sin  me- 
dio. ¡Qué  te  has  pensado! 

El  soutemur  francés  es  el  canfínflero  crio- 
llo. Más  bruto  éste,  quizá,  porque  de  cuan- 
do en  cuando  el  puñal  ó  el  revólver  brillan 
en  sus  manos  con  fulgores  trágicos. 

Por  eso,  después  del  golpe,  al  pararse  la 
hembra  humillada  y  maltrecha,  el  bárbaro 
exclama: 


-154 


— Anda  y  volvé.  ¡Mira  que  si  te  haces  la 
otaria  otra  vez  te  abro   de  un  tajo! 

Entonces,  por  las  aceras  tristes  del  su- 
burbio que  duerme,  baja  la  pobre  explota- 
da á  vender  caricias  en  las  calles  alegres 
del  centro  urbano. 

¡Allá  va,  montón  de  amargura,  dolor 
condensado,  pena  jigante,  llaga  eternamente 
viva,  á  sumirse  en  el  pudridero  la  carne 
esclava! 

¡Queja  siempre  sofocada,  lamento  nunca 
oído,  cómo  te  elevas  en  la  noche  buscando 
un  refugio  que  no  encuentras  en  el  pecho 
del  hombre,  feroz  siempre,  garra  en  acecho , 
perpetuamente  abierta  sobre  la  flor  sin  savia 


Un    REGENERADO 


Por  tercera  vez  el  poeta  había  tropezado 
en  la  calle  con  aquel  pobre  muchacho  de 
aspecto  claudicante,  cubierto  ele  andrajos 
mal  olientes.  Por  tercera  vez  había  sentido 
en  su  presencia  él  mismo  pesar,  la  misma 
lástima,  idéntica  angustia. 

Ese  día  no  pudo  resistir  á  la  tentación 
de  interrogarle.  Su  juventud  y  su -desgracia, 
amalgama  de  sombra  y  luz,  le  atraían,  po- 


-156 


derosa,  irresistiblemente.  ¡Oh,  cómo  sentía 
latir  en  su  pecho  el  amor  al  hermano  caido! 
¡Qué  cantidad  de  dulzura  la  que  rebosaba 
en  su  alma  al  pensar  en  aquel  dolor  lasci- 
nante.  agobiador  y  terrible,  presentido  al 
travez  de  la  mirada  triste  y  mortecina  del 
mendigo! 

Sí,  estaba  resuelto,  El  le  hablaría  haciendo 
deslizar  en  sus  oídos  las  suaves  palabras 
que  la  caridad,  ese  ángel  bueno,  le  dictara. 
Y  ¿por  que  no?  Lo  levantaría  de  la  charca 
mostrándole  el  buen  camino  con  índice  se- 
guro.. Sería  la  suya  obra  de  regeneración 
digna  de  Cristo  mismo.  ¡A  la  acción,  pues! 

No  opuso  el  mendigo  obstáculo  serio  para 
la  realización  de  tales  fines.  Claro  está  que 
él  trabajaría,  que  haría  lo  posible  por  ob- 
tener el  sustento  propio. — ¿Querían  ayudar- 
lo? Bueno.  Consentía  en  ello.  Sería  hombre 
de  bien....  Por  su  parte  no  había  inconve- 
niente. 

Lo  que  extrañaba  y  conturbaba  un  tanto 
al  poeta  era  esa  falta  de  entusiasmo,  ese 
gesto  casi  indiferente,  rayano  en  frialdad, 
con  que  el  joven  mendigo  acojía  la  solicitud 
de  sus  ofrecimientos. 


-  157- - 

Es  cierto  que  él  aceptaba  todo,  la  protec- 
ción inmediata,  cariñosa,  casi  impulsiva,  con 
que  se  le  obsequiaba;  pero  lo  bacía  con  un 
dejo  tal  de  resignación,  de  abandono  intimo, 
de  desesperanza  profunda  que  el  poeta  se 
sintió  herido  en  sus  sentimientos  y  vaciló 
un  instante   presa  del  estupor. 

— ¡Cómo!  se  decía.  ¿De  qué  pasta  está  for- 
mado este  hombre  tínico  que  así,  pasivamen- 
te, rechaza  su  redención?  Porque  para  él 
era  un  rechazo  aquella  actitud  extraña  en 
la  que  un  fino  y  experimentado  observador 
hubiera  entrevisto  una  convición  profunda 
de  lo  irreparable. 


II 


Dilucidado  el  punto,  el  poeta  guió  al 
mendigo  hasta  el  camaranchón,  con  ínfulas 
de  retítauranty  donde  solía  almorzar  y  en  don- 
de gozaba  de  crédito  y,   mas  que   todo,  de 


•158- 


estima  y  admiración.  Un  verdadero  crt.s'O, 
como  él  decía. 

Juan,  su  gran  amigo — pensión  Completa 
en  el  restaumnt — observaba  desde  la  puer- 
ta. Al  divisarle  tuvo  un  gesto  de  asombro 
cambiado  en  breve  por  otro  de  entusiasmo  y 
simpatía  al  conocer  el  acto  y  la  intención 
del  poeta  con  y  hacia  su  protejido. 

— ¿Te  das  cuenta? 

— ¡De  todo! 

— -¿Me  ayudarás  en  la  obra? 

—¡Con  el  alma  entera! 

— r¡A  la  obra,  entonces! 

Y,  palpitantes  de  emoción,  condujeron  al 
miserable  al  fondo  de  la  casa. 


Hubo  que  bañarle.  Solo,  el  joven  mendigo 
no  podía  con  sus  lacras.  El  maestro,  en  la 
escena  bíblica  de  la  última  cena,  lavando 
los  pies  á  sus  discípulos,  resultaba  empe- 
queñecido ante  la  figura  de  aquellos  dos  va- 
lientes y  abnegados    seres  de  caridad  y  de 


—  159— 

ternura  despojando  de  sus  podies  á  aquel 
ángel  de  estercolero. 

— ¡Dame  el  jabón! 

— ¡Levántale  ese  brazo! 

— ¡Restrega  esa  pierna! 

— ¡Mira  ese  ombligo!... 

— Ahora  la  cabeza. 

— Abre  el  bitoque.  Otra  vez.  Agua.... 
agua...  agua...  más  agua...    más... 

— ¿Tienes  un  cepillo  en  tu  cuarto? 

— Espera.... 

En  tanto  el  joven  mendigo,  allí,  en  me- 
dio del  baño/  permanecía  ciego,  mudo,  im- 
pasible, como  extático,  diríase  sin  movimien- 
tos, agotadas  las  fuerzas  en  los  resortes  de 
su  organismo,  tal  un  muñeco  en  una  fiesta 
de  muchachos  locos... 

— Toma  y  refriega  fuerte. 

— ¿Sabes  una  cosa? 

— ¿í. 

— Para  esto  no  basta  el  agua...  ¡Pobre 
cabeza! 

Los  dos  amigos  se  miraron  expresiva- 
mente. 

Y  Juan  salió  de  nuevo  y  con  más  pre- 
mura en  busca  de  la  botella  del  kerosene... 


-  160 


Esa  tarde,  ya  aseado  y  vestido,  el  mendigo 
fué  comensal  en  la  mesa  del  poeta.  Contó 
una  historia  triste  y  comió  poco. 


III 


Gracias  á  la  decisiva  influencia  de  sus 
benefactores  al  poco  tiempo  el  joven  men- 
digo prestaba  en  el  hotel  sus  servicios  de 
mozo  de  limpieza. 

Trabajaba  con  tezón  desde  el  amanecer 
hasta  altas  horas  de  la  noche  en  que  la  casa 
cerraba  sus  puertas.  Todos  alababan  la  no- 
ble y  regeneradora  acción  del  poeta  pero 
nadie,  aún,  se  había  atrevido  á  interrogar  al 
mendigo  de  ayer  respecto  á  su  opinión  sobre 
aquella.  Unos  por  consideración,  por  delica- 
deza; otros  por  indicaciones  del  mismo  poeta 
á  quien  tanto  deseaban  complacer  los  clien- 
tes del  hotelucho  y,  los  más,  porque  la  ac- 


-161- 

titud  del  mozo  no  les  daba  pié  ni  entrada  en 
su  intimidad. 

Y  esa  actitud  desconcertadora  había  con- 
cluido por  desesperar  al  poeta.  ¡Jamás  un 
rayo  de  júbilo  en  esos  ojos!  ¡Nunca  una  son- 
risa en  esos  labios!  ¡Siempre,  en  el  gesto,  la 
misma  desesperanza!  ¡Y  ese  silencio!..  .¿Por 
qué? 

Un  día.... 

Reunido  estaba  el  grupo  de  íntimos  ro- 
deando la  mesa  grande  del  comedor.  Se 
charlaba  vivazmente,  terminado  el  almuerzo. 
El  poeta,  como  siempre,  era  el  alma  de  la 
reunión.  De  pronto,  con  sus  titiles  de  lim- 
pieza bajo  el  brazo,  apareció  el  muchacho  re- 
cojido  en  las  calles  hacía  ya  horas... 

Juan,  su  segundo  protector,  discreto  hasta 
ese  instante,  sintióse  dominado  por  un  Ím- 
petu de  imprudencia.  Le  llamó  y,  á  boca  de 
jarro,  le  espetó  tres  preguntas  seguidas  que 
obtuvieron  una  sola  respuesta. 

— ¿Estás  contento? 

— ¿No  podrás  negar  que  te  hemos  trans- 
formado en  un  hombre? 

— ¿Ni  decir  que  la  caridad    es  mala  cosa? 


—  152  — 

La  contestación  del  muchacho  fué  una 
evasiva. 

— Si  señor ,  así  será... 

Juan,  visiblemente  incomodado,  miró  al 
poeta.  Este  hizo  un  movimiento  nervioso 
que  el  amigo  interpretó  como  un  deseo  de 
saberla  verdad,  toda  la  verdad. 

Entonces  interpeló  al  muchacho  con  ru- 
deza. Le  dijo: 

— ¡Pero  tú  no  eres  un  imbécil!  ¡Habla, 
por  Cristo!  ¿Dudas  de  la  caridad? 

El  muchacho  se  irguió  todo  entero  y  habló 
dejando  caer  las  palabras,  una  á  una,  como 
si  fuera  sacándose  del  fondo  de  su  ser  un 
peso  enorme, — cuatro  mil  kilos  de  angustia, 
— con  el  cual  ya  no   pudiera. 

— La  caridad,  dijo,  sí,  la  caridad  es  una 
buena  cosa...  Por  mi  ha  hecho  lo  que  por 
nadie....  ¡Y  á  mi  me  ha  hecho  sirviente! 

Y  se  alejó  con  todo  el  aire  de  un  hombre 
que  quisiera  huir  hasta  de  si  mismo. 

En  la  mesa  ,no  reia  nadie.  El  poeta  esta- 
ba rojo  de  vergüenza. 

Ahora,  solo  ahora,  sabía  la  verdad;  toda 
la  verdad... 


De  Pueblo 


EL  INFRACTOR 


— ¿Yo,  servir?  ¡No!  Ni  me  enrolo  siquiera. 
¿Pa  qué? 

— ¿Y  si  te  agarran? 

— Eso  es  otra  cosa.  Al  fin  y  al  cabo  si  me 
agarran,  bueno;  me  harán  marchar  á  la 
fuerza,  pero  mientras  tanto  yo  no  me  ofrez- 
co, como  un  cordero,  para  que  algún  be- 
llaco, de  esos  que  hay  tantos  en  los  ejér- 
citos, pretenda  molerme  á  palos  con  el 
pretesto  de  que  no  sé  maniobrar  como  un 
títere.  Yo,  muñeco  no  soy  de  nadie,  y 
acordáte,  si  por  desgracia  me  pasa  algo 
malo,  que  la  culpa  será  de  ellos. 


— 166- 

— Vas  por  mal  camino  hermano  y  no  te 
arriendo  las  ganancias.  Fijáte  que  ellos  son 
los  que  tienen  la  fuerza. 

— Y  nosotros  también  ¡que  diablos!  Digo 
nosotros,  el  pueblo.  Y  si  no  fuéramos  tan 
mandrias  otro  gallo  nos  cantara.  Un  po- 
quito de  corage  no  más  y  ya  verías  como 
cambiaban  las   cosas. 

— ¿Pero  entonces  vos  queros  resistirte 
contra  la  ley?  Eso  no  se  puede,  che.  ¡Con- 
tra la  ley  no  pelea   nadie! 

— ¡La  ley!  ¡La  ley!  ¿Y  que  te  has  creiclo 
vos  que  es  la  ley?  Una  maldición  pa  nos- 
otros, los  pobres,  los  desgraciados.     . 

— La  ley  es  igual  para    todos,  hermano. 

— Y  aunque  así  fuera.  No  la  acepto  si 
ella  está  contra  lo  que  yo  siento.  ¡Cuantas 
veces  la  ley  no  es  sino  el  capricho  ele  un 
maula! 

— No  te  entiendo,  hermano.  Vos  lees  li- 
bros, te  embaruyás  la  cabeza  y  me  decis 
después  á  mí  cosas  que  no  he  escuchao  en 
la  vida. 

— Mira  hermano.  Antes,  cuando  yo  era 
más  muchacho  y  veía  una  injusticia — ¡y 
he  visto  tantas! — se    me  alborotaba  la  san- 


-167- 

gre  y  me  ponía  ciego  de  rabia.  Yo  creía 
que  los  hombres,  los  que  mandaban,  eran 
todos  malos,  que  nosotros,  los  que  sufría- 
mos, eramos  tocios  buenos  y  que  contra 
esas  cosas  no  había  remedio.  Hoy,  en  cam- 
bio, sé  que  ellos,  los  que  á  su  antojo  ha- 
cen leyes,  son  unos  pillos  y  nosotros,  los 
que  sin  decir  nada  aguantamos,  unos   sonsos. 

— ¡Y,  bueno!  Hay  que  conformarse;  así 
tendrá  que  ser,   no  más. 

— Es  claro.  Y  como  ellos  saben  que  nos- 
otros, los  de  abajo,  nos  hemos  de  confor- 
mar, no  más,  apretan  las  clavijas  que  es 
un  gusto.  ¡Hasta  que  estalle   la  cuerda! 

— ¿Que  querés,  entonces?  ¿Hacer  como  Mo- 
reira y  pelear  á  la  autoridá? 

— ¿Y  porque  no?  Pero  con  más  concien- 
cia que  él,  porque  Moreira  peleó  como  yo 
lo  hubiera  hecho  cuando  veía  una  injus- 
ticia y  me  ponía  ciego  de  rabia.  Peleó  sin 
pensarla... 

— ¿Así  es  que  hoy  vos  sos  más  todavía 
que  Moreira?  Mira  que  ese  pa  mi  que  ni 
esistió,  apesar  que  hay  quien  diga  que  lo 
Jha  conocido... 

— Bueno    ¿pero  vos  crees  que  yo   eissto? 


-168- 

— Si  no  me  mienten  mis  ojos  te  estoy 
viendo. 

— Sabe  de  una  vez  por  todas,  entonces,, 
que  yo  no  sirvo  en  el  ejército  y  que  ni 
siquiera  me  enrolo.  Y  ahora  contéstame 
una  cosa.  Si  todos,  todos  entendóme  bien, 
hicieran  lo  mismo  ¿con  quien  formarían 
ejércitos  los  gobiernos? 

— Hermano,  me  pones  en  un  apuro.  La 
verdá  es  que  no  sé  que  contestarte. 

— Pelearían  ellos  solos.  ;Vos  crees? 

G 

— ¡De  juro!  Has  acertao. 


EL  REBELDE 


Mira  hermano,  es  inútil  que  te  aflijas 
y  te  sacrifiques.  ¡Todos  son  piores!  En  la 
primera  reunión,  es  cierto,  como  si  lo  vie- 
ra, ni  uno  dice  que  no  y  votan  por  la 
huelga  como  tabla.  El  que  menos  es  capaz 
de  hacer  volar  la  usina  eléctrica,  hundir  el 
depósito  de  aguas  corrientes  ó  quemar  los 
cables  del  tranway  antes  de  volver  á  em- 
puñar la  herramienta.  Pero  después...  ¡Ay, 
hermano!  no  me  digas.  Los  conozco  como 
á  mis  manos.  No  sirven  ni  pa  insultarlos. 
Resulta  que  una  vez  metidos  en  el  beren- 
genal,  solo    unos  cuantos    aguantan.     Este 


170 


porque  lo  habló  el  patrón  y  le  prometió 
no  se  qué,  hacerlo  capataz  quizá;  aquel  por- 
que lo  amenazaron  con  expulsarlo  del  país 
si  seguía  á  los  compañeros;  el  de  más  allá 
porque  ¡que  se  yo!  porque  no  está  confor- 
me, dice,  con  la  comisión  nombrada  para 
dirijir  el  movimiento;  en  fin,  que  hay  no 
más  tenes  vos  casi  dos  docenas  de  mandrias 
que  entran  al  taller  el  primer  día  en  que 
se  declara  el  paro.  Y  no  hay  remedio:  con 
esos  cuantos  el  patrón  se  hace  el  fuerte  y, 
al  poco  tiempo,  ¡zas!  ya  está  de  nuevo  casi 
todo  el  personal  antiguo  trabajando  ¡Y  en 
qué  condiciones!...  Solo  quedan  afuera,  pa- 
ra aporriarse  de  lo  lindo,  los  verdadero's 
valientes,  ó  los  sonsos  como  vos  que  ya  no 
podes  ni  lamberte  de  puro  pobre...  Sí,  her- 
mano, convéncete:  ¡todos  son  una  punta  de 
flojos,  cobardes,  traidores  y  sinvergüenzas! 
Y  que  querés,  che.  A  mi  me  parece  que 
hacen  bien  en  castigarlos.  Deja  no  más  que 
les  sacudan  hasta  que  revienten.  '  ¡Y  qué 
diablos!  Vos  hacete  el  chiquito  y  en  cuan- 
tito podas  mostrá  el  diente  grande  y  pega 
el  bocado  que  bien  te  lo  mereces... 

— Estás  macaniando,    hermano:    y  de    lo 


— 171  — 

lindo.  Pero  seguí  no  más  que  para  tocio 
tengo  lista  la  contestación.  Primero  decime 
¿cuántos  motormanes  y  guardas  de  la  em- 
presa en  huelga  lian  tomado  trabajo? 

— No  embromes,  che.  Pónete,  si  querés, 
en  el  mejor  de  los  casos  y  hace  de  cuenta 
que  es  cierto  que  todo  el  personal  se  ha 
mantenido  firme.  ¿No  sabes  vos  que  casi 
todos  los  que  se  quedaron  sin  chapa  en 
la  empresa  de  tramways  se  han  pasado  al 
ferrocarril? — Se  fueron  de  rompehuelgas... 
¡Pucha  digo,  con  los  hombres  sin  conciencia 
y  sin  nada! 

— Para  el  carro,  che.  Ahora  ya  no  estás 
macaneando  sino  mintiendo:  y  eso  es  más 
grave. 

— Te  lo  puedo  probar,  si  querés.  Con 
ellos  han  reemplazado  á  los  guardas  del 
Rosario.  Y — ;la  cabeza  te  jugaría! — si  hoy 
se  declararan  en  huelga  los  mayorales  del 
tranway  los  primeros  en  ofrecerse  para 
reemplazarlos  serían  los  guardas  de  la  Con- 
federación ferro-carrilera.  ¡Que  me  vas  ha 
decir,  hermano!  Esto  no  tiene  vuelta  de 
hoja.  ¿Y  vos  crees  todavía  que  así  es  po- 
sible hacer    algo    serio?    No    embromes,  te 


-172— 

digo,  lo  único  que  conseguiremos,  al  fin,  es 
que  los  patrones,  los  dueños  y  las  empre- 
sas se  sigan  riendo  de  nosotros,  aj3rove- 
chándose  de  nuestra  necesidad  y  de  nues- 
tra ignorancia. 

— Déjame  hablar  un  momento  y  voy  á 
explicarte  el  caso.  Vos  crees  que  la  huelga 
es  un  fin  cuando  solo  es  un  medio,  un 
arma. 

— ¡Vaya  un  arma  linda  que  siempre  se 
vuelve  para  el  lado  de  quien  la  empuña! 
¿Querés  que  yo  te  diga  como  hay  que  ha- 
cer para  que  la  huelga  sea  verdaderamente 
un  arma? 

— Te  lo  dejo  hablar  todo  á  vos;  estás  en 
vena,  no  hay  vuelta.  Me  callo,  pues. 

— Bueno,  escúchame  entonces.  Im ajiné- 
mosnos, por  ejemplo,  el  movimiento  del  otro 
día,  el  de  los  empleados  de  ferrocarriles. 
Si  el  primer  día  de  declarada  la  huelga  se 
hubieran  reunido  los  más  guapos,  los  más 
hombres,  los  más  convencidos  y  hubieran 
resuelto,  por  sí  y  ante  sí:  primero,  hacer 
la  exjDOsición  de  lo  que  deseaban;  después 
esperar  y  esperar  muy  poco,  se  entiende. 
Ahora  bien,  imajinémosnos  que  llega  la  ne- 


173 


gativa  de  la  empresa.  ¿Cómo  se  contesta? 
Haciendo  saltar  un  puente,  dos  puentes, 
diez  puentes.  Segundo.  Después  del  hecho. 
Nueva  exposición  de  lo  que  se  desea.  Nue- 
va negativa.  ¿Como  se  contesta?  Con  la 
muerte  del  gerente,  del  primer  emperrao 
que  se  cruce  en  la  vía... 

— ¡Ajajá!  Y  ya  estamos  en  plena  revo- 
lución ¿verdad? 

— ¿Y  porque  no?  ¿Quien  puede  adivinar 
lo  que  produzca  una  chispa? 

— ¡Ah  criollo  ignorante  y  bárbaro! 

— ¿Bárbaro?  Puede.  Pero  para  mí  que  los 
bárbaros,  los  ignorantes  son  ellos,  los  que 
solo  hacen  las  cosas  á  medias.... 


un  humero 


Después  de  la  huelga,  que  esa  vez  fué  un 
nuevo  fracaso  para  los  obreros,  tres  quince- 
nas habían  pasado  sin  que,  al  igual  de  la 
mayoría  de  sus  camaradas,  Luis  Robles,  con- 
ductor de  tramways  desde  hacia  cinco  años 
en  la  empresa  «Metropolitana»,  encontrara 
donde  ganarse  el  pan  del  día. 

Inútilmente  habíase  ofrecido  hasta  de  peón 
albañil,  recorriendo  de  punta  á  punta  las 
calles  febriles  de  la  ciudad  egoísta. 

— No  hay  trabajo,  amigo...  Aún  tengo 
gente  de  sobra.   Otro   día  será. 

Y  así  todos.  Parecía  que  los  capataces  y 


—176— 

encargados  trasmitido  se  hubieran  la  frase 
de  orden. 

— ¿Qué  hacer?  decíase  Luis  Robles,  cru- 
zándose de  brazos  como  un  vencido,  cuan- 
do sintió  agitarse  en  su  mente  una  idea  al 
parecer  salvadora. 

En  la  otra  empresa,  en  «La  Nueva»,  él 
sabía  que  necesitaban  personal.  Pero  tenía 
forzosamente  que  presentarse  á  ella  con  re- 
comendación y  con  nombre  falso. 

Pedir  la  recomendación  tenía  á  quien  pero 
lo  segundo  le  repugnaba.  ¡Tener  que  ocul- 
tar su  nombre  como  un  ladrón  cualquiera  y 
para  pedir  trabajo!  Era  un  colmo. 

Las  empresas,  para  defenderse,  decían,  del 
mal  personal,  tenían  establecido  un  convenio 
según  el  cual  pasábanse  listas  en  que  cons- 
taban los  nombres  y  señas  individuales  de 
los  empleados  despedidos  por  cada  una.  Por 
ese  mismo  convenio  se  comprometían  á  no 
dar  trabajo  á  ningún  obrero  que  se  encon- 
trara en  tales  condiciones. 

A  pesar  de  la  repugnancia  que  el  caso  le 
inspiraba,  Luis  Robles  se  decidió  después  de 
llegar  á    una    conclusión    terrible.    Se  dijo: 


-177— 

entre  morir  ó  mentir,  mentir.  Y  resuelto  á 
ello  acudió  á  su  protector. 

— Tiene  usted  que  presentarme  á  la  com- 
pañía con  nombre  falso.  Y  explicó  detallada- 
mente el  motivo. — Es  una  vergüenza  ¿ver- 
dad, señor? 

— No  hay  otro  medio  contestó  el  pro- 
tentor  que  era  todo  un  hombre.  Por  lo  de- 
más usted  tiene  el  derecho  de  hacerse  llamar 
con  el  nombre  que  más  le  guste  ó  le  cuadre. 
¿Cómo  quiere  llamarse  usted?  ¿Juan,  Pedro, 
Antonio? 

Sin  darse  cuenta  contestó  Robles:  así  está 
bien  señor,  como  Vd.  dice. 

El  protector  lo  miró.  En  seguida  tomó  la 
pluma  y  escribió,  repitiendo:  Juan  Pedroan- 
tonio.... 

El  otro  se  apercibió.  No  puede  ser  así, 
señor.  Esos  son  tres  nombres  juntos.  Falta 
el  apelativo. 

Mire   usted,  dijo  el  protector. 

El  otro  leyó.  Bueno,  presénteme  no  más. 
Así  me  llamo.  Y  Juan  Pedroantonio,  al  día 
siguiente  de  presentarse  en  la  empresa,  tuvo 
trabajo. 

Por  la  noche,  al  dejar  el  servicio,    se  le 


—178— 

avisó  que  debía  presentarse  á  la  gerencia 
á  primera  hora.  ¿Para  qué?  se  dijo  Robles.  - 
Y  arrugó  el  ceño. 

Al  día  siguiente  fué.  Un  agente  de  po- 
licía secreta  le  esperaba  en  la  oficina  junto 
con  el  gerente.  Luis  Robles  conocía  al  sa- 
bueso porque  un  camarada  había  sido  ya 
su  víctima. 

—¿Es  él? 

—Sí. 

— ¿Luis  Robles? 

— Puedo  asegurarlo. 

— Efectivamente   está  en  lista. 

— Usted  ha  sido  un  huelguista  de  la  otra 
empresa. 

— Es  verdad,  contestó  Robles,  con  una 
tranquilidad  aparente  que  hizo  cambiar  de 
postura  al  sabueso. 

— ¿Por  qué  ha  venido  usted  á  engañar 
á  la  empresa  dando  un  nombre  que  no  es 
el  suyo? 

— Pero,  señor  gerente,  dígame  ¿concibe 
usted,  en  realidad,  que  pueda  yo  tener  algo 
mió?  Vamos  á  cuentas.  Dice  usted:  un  nom- 
bre que  no  es  el  suyo.  Muy  bien.  Esto 
quiere    decir    entonces    que    yo    tengo    un 


■179- 


nombre,  que  es  mío.  ¿No  es  asi?  Bueno. 
Suponga  usted,  ahora,  que  yo  soy  dueño 
de  una  moneda  de  cobre.  ¿Estamos?  Sí. 
Pues  bien,  suponga  usted  que  á  mí  se  me 
ocurra  tirar  á  la  calle  esa  moneda.  ¿Tenía 
derecho?  ¿Podía  hacerlo?  Sí.  Pues,  exacta- 
mente: yo  he  tirado  mi  nombre  á  la  calle, 
porque  era  mío  y  he  hecho  con  él  lo  que 
con  la  moneda. 

— Eso  no  puede  hacerse.  Es  un  delito 
condenado  por  las  leyes.  ¡Ya  verá  usted! 

— ¡Lo  vé!  contestó  Robles.  Y  se  le  nubló 
la  frente.  ¿No  le  decía? 

— ¿El  qué? 

— Que  yo  no  tengo  nada,  señor.  jNi  nom- 
bre, siquiera!...  Pero  ahora  reclamo  un  nú- 
mero. 

— ¿Un  qué? 


— ¡Un  número,  he  dicho!... 
Y  lo  abrió  de  una  puñalada. 


¿PñRñ  QUE?... 


— ¡No  se  jDuede  pasar!  ¡De  vuelta  le  digo! 

— Voy  hasta  la  media  cuadra,  agente:  me 
va  hacer  perder  un  viaje... 

— ¡No  se  puede,  le  digo!  De  vuelta,  y 
pronto  ¿entiende? 

—  ¡Ni  que  fuera  resorte! 
— ¿Qué  dice? 

— ¡Pucha,  qué  tono!  ¿Donde  lo  ha  com- 
prao?  ¿Se  puede  saber? 

— ¡A  que  lo  hago  dir  preso  enseguida^  ¡A 
ver  el  número! 

—  ¡Cero...  y  uno!  Pero  á  la  izquierda.  ¡No 
valgo  nada  yo!...  Mire   bien:  diez  puntos. 


.182 


— Yo  le  voy  á  enseñar  que  me  tome  pá 
la  risa.  ¡Ya  está  anotao,  sabe!  Preséntese 
ahora  mismo  en  la  comisaría.  ¡Allí  le  van 
á  dar! 

— Ya  sé.  La  masita.  Y,  con  su  parte,  pena 
é  muerte  ¿verdad?  Escuche  el  canto: 

De   miedo  me  estoy  muriendo... 

Interrumpe  el  diálogo  otro  coche  que 
llega.  Es  de  plaza  también.  Al  verlo  el 
agente  corre  á  detenerlo. 

— Hermano,  canta  el  primer  auriga: 

Por  la  calle  del  Parque 
No  se  puede  pasar.... 

Ni  por  ninguna  ya,  sin  hacer  siquiera  una 
estación  en  la  comisaría.  Da  vuelta,  pronto, 
ó  te  toman  el  írúmero  con  orden  de  pre- 
sentarte. Y  todo  ¿por  qué?  Porque  una  niña 
se  casa  aquí,  en  la  cuadra  de  la  iglesia,  y 
han  dado  instrusiones  para  que  solo  pasen 
las  libreas....  ¡Qué  corte  Agapito! 

En  esto  llegan  dos  coches  más.  Un  place- 
ro y  otro  de  lujo.  El  agente,  desesperado, 
dá  órdenes  terminantes  con  el  fin  de  que 
el  coche  paquete  no  sufra  demoras.  Es  cu- 
rioso observar  al  cochero  con  librea.  Tiene 


-1S3- 

en  su  aspecto  reflejado  todo  el  orgullo  de 
los  señores.  Se  diría  que  contempla  á  los 
colegas  pobres  con  desdén  dominador. 

El  primer  placero  habla: 

— ¡Abrí  cancha,  hermano,  que  vá  á  pa- 
sar su  señoría! 

— Continúe  usted,  dice  el  agente. 

El  cochero  de  librea  castiga  al  brioso 
tronco.  Uno  de  los  caballos  tropieza,  dá  un 
salto  y  cae  sobre  uno  de  los  coches,  se  le 
enredan  los  tiros  y  hay  un  momento  de 
pánico  porque  las  señoras  que  van  dentro 
gritan  asustadas. 

— Usted  también  vá  á  clir    preso    ahora, 

— ¡Yó!  ¿por  qué? 

— Porque  ha  interrumpido  el  tráfico. 

-¿Yo? 

— ¡Hágase  el  sonso,  no  más!  ¿A  ver  el  nú- 
mero? 

— ¡No  te  dije,  hermano!  ¡A  la  estación! 
Marcha  no  más,  porque  este  no  entiende 
de  chicas. 

— Pero  vea,   agente... 

— ¡Qué  vea,  ni  que  agente!  ¡Preséntese, 
le  digo!  Y  no  hable  más  ¿oye?... 


■184- 


Resignados  los  cocheros  siguen  por  la 
calle  traviesa.  Después: 

— Y  aura  ¿que  me  decis  vos  de  la  auto- 
ridá? 

— Francamente,  hermano,  que  no  la  en- 
tiendo. Imagina  te  que  si  me  hubieran  dejao 
pasar  á  mi  ya  estaría  yo  del  otro  lado,  lo 
mismo  que  vos  y  el  de  librea  también,  mien- 
tras que  ahora... 

— Sí,  pero  alvertí  que  si  nos  dejaran  pa- 
sar a  todos,  así  no  más  ¿para  qué  iba  á  ser- 
vir entonces  el  vigilante? 

— Tenes  razón  ¿para  qué?.... 


un  ñLZAO 


Soy  de  los  corren  tinos,  es  cierto.  Yo  vine 
en  un  grupo  como  de  cincuenta.  Nos  em- 
barcaron de  balde,  diciéndonos  que  Íbamos 
para  la  gran  capital  donde  nos  pagarían  una 
barbaridá  por  un  trabajo  de  nada.  Yo,  á 
la  verdá,  dibe  bueno,  primero  porque  esta- 
ba cansado  de  la  vida  perra  que  hacemos, 
allá  en  el  campo,  nosotros  los  pobres  crio- 
llos. Y  después,  también,  por  que  me  gusta- 
ba salir  á  conocer  lo  que  pasaba  por  estos 
mundos  tan  lindos  al  parecer. 

Francamente,  la  cara  del  gringo  que  nos 
contrataba  no  era  como  para  dar  confianza 


186- 


á  nadie,  pero  como  yo  sabía  que  el  hábito 
no  hace  al  monje,  y  como  también  conosco 
cara  de  angelitos  capaces  de  matar  á  la 
madre;  y  como  sé  otras  muchas  cosas  que 
ahora  me  callo  porque  quiero,  me  embarqué 
no  más,  largándome  con  viento  fresco  para 
caer  aquí,  á  esta  gran  ciudá,  donde  ustedes 
me  tienen  más  embromado  que  nunca,  y  ra- 
biando como  una  vibora  porque  nos  han 
engañado,  mareándonos  como  á  perdices. 

Imajinense  que  nos  dijeron  que  veníamos 
para  un  trabajo  muy  liviano,  muy  fácil,  y 
que  nos-  pagarían  lo  que  quisiéramos  porque 
aquí  no  había  gente  desocupada.  Y  bueno. 
Llegamos  y — ¿qué  se  creen  ustedes? — nos  car- 
garon con  bolsas  de  setenta  kilos,  mesmito 
como  á  burros,  y  vean,  no  es  mentira,  yo 
estoy  medio  deslomado,  tengo  las  carnes  re- 
ventadas y  casi  no  puedo  moverme.  El  pri- 
mer día  trabajamos  once  horas.  Como  no 
estamos  acostumbrados  á  este  trabajo,  car- 
gábamos mal  las  bolsas  y  los  capataces  nos 
retaban.  ¡Jué  pucha!  ¡que  estrilo!  Y  lo  pior 
de  todo  es  qué  enseguida  no  más  supimos 
que  nos  habían  traído  para  que  reemplaza- 
ramos  á  otros  trabajadores  alzados  en  huelga 


18; 


porque  tenían  sus  motivos.  Después,  uno 
de  ellos,  más  ladino  que  un  loro  enseñado, 
nos  hizo  ver  que  nosotros  no  debíamos  se- 
guir en  los  buques  porque  perjudicábamos 
la  causa  de  todos.  Al  principio  no  le  hici- 
mos caso  pero  al  día  siguiente  volvió  y,  co- 
mo el  hombre  era  simpático  y  sabia  hablar 
lindo,  algunos  le  escuchamos.  Entonces  un 
capataz  quiso  echarlo.  El  le  contestó  ele 
mala  gana  y  se  tomaron  en  palabras.  Des- 
pués vino  la  policía  y  se  lo  quiso  llevar.  Fué 
cuando  nos  indignamos  porque  el  hombre 
no  había  hecho  nada  malo,  según  nosotros, 
sino  decir  sus  ideas.  Y  eso  no  se  le  puede 
prohibir  á  nadie,  que  yo  sepa.  Pero  se  lo 
llevaron  no  más  sin  ciar  razones  y  balaque- 
ando sobre  no  se  qué  clase  de  libertades... 

En  el  primer  momento  me  clió  risa  más 
bien,  pero  en  seguida  se  me  subió  la  ver- 
güenza á  la  cara  y  dije  fuerte  que  el  ex- 
tranjero estaba  en  su  derecho  y  que  era  un 
abuso  tratarlo  así  aunque  no  fuera  del  páis. 

Y  aura  van  á  ver  cosa  linda.  El  mismo  ca- 
pataz ó  patrón,  yo  no  sé,  me  amenazó  tam- 
bién con  la  policía  y  dijo  que  con  todos 
harían    lo    mismo  si   nos    descuidábamos.... 


—188  — 

¿Saben  ustedes  lo  que  hice  yo  entonces?  Pues 
ahí  no  más  me  bajé  la  manga  de  la  camiseta, 
me  le  paró  frente  á  frente  y,  lleno  de  co- 
rage,  le  grité  cuatro  verdades,  dejé  el  trabajo 
y  me  largué  á  la  calle  pensando,  más  que 
nunca,  en  que  el  extranjero  tenía  razón  y 
que  el  vigilante  que  lo  llevaba  era  también 
algún  otro  pobre  diablo,  algún  otro  pobre 
correntino  engañado,  como  nosotros  con  el 
trabajo,  con  el  uniforme  y  la  lata.... 


"MILONGA"  Y  "GORRITA" 
EM  SEMANA  SANTA 


— Decíme  Milonga  ¿vos  crees  en  Dios? 

— ¿Me  hablas  en  serio  hermano  ó  querés 
titearme? 

— ¿Porqué? 

— ¡Porque  eso  no  se  pregunta  así,  che! 

— Si  te  has  enojao,  me  callo.  Pero,  pa  mi, 
que  te  haces  el  resentido  porque  no  sabes 
qué  contestar.  Y  eso  ha  de  ser  de  miedo 
no  más... 

— De  miedo  ¿y  á  quien? 


190- 


— A  Dios,   pues. 

— Bueno,  mira,  te  voy  á  hablar  claro  pa 
que  no  digas  que  te  esquivo.  Yo  creo  en  Dios 
sabes,  porque  alguien  tiene  que  habernos 
hecho  á  nosotros. 

— ¡Ahijuna  el  alguien  ese! 

— Che,  bárbaro;  si  hablas  así,  me  largo 
solo  con  viento  fresco. 

— Pero  mira  te  bien  hermano  y  clesi  si  el 
que  nos  hizo  podía  tener  entrañas... 

— Eso  es  salirse  de  la  cuestión.  Vos  me 
has  preguntao  si  creo  ó  no  creo  en  Dios  y 
yo  te. he  dicho  que  sí  y  porqué. 

— ¿Porque  alguien  nos  hizo  [á  nosotros 
¿verdá? 

— Está  claro.  Y  al  mundo,  y  á  las  estre- 
llas, y  al  sol,  y... 

— Y  hace  el  servicio,  hermano,  de  suge- 
tar  el  pingo  porque  vas  á  rodar.  ¡A  la  fija! 

— ¡Estás  fresco!  ¿Entonces  vos  queros  de- 
cir que  nadie  hizo  todo,  lo  que  estamos 
viendo? 

— Yo  no  he  dicho  nada  todavía. 

— Pero  yo  se  que  eso  es  lo  que  vos  pensás  . 

— ¡Ni  brujo  que  fueras! 


191 


— Decline  ¿y  quien  te  hizo  á  vos,  en- 
tonces? 

— Mi  madre,  pues. 

— ¿Y  á  tu  madre? 

— ¿Dios  querrás  decir,  no? 

— ¿Pero  no  vés  que  entonces  á  Diostam. 
bien  habrá  tenido  que  hacerlo  alguien? 

— ¡A  Dios! 

— ¡Claró  está  ¿ó  Dios  nació  solo,  entonces? 

— ¿Quien  lo  hizo  á  Dios,  decline?" 

— Ya  te  veo  venir.  Estás  pensando  en 
mentir,  hermano. 

— No.  Estaba  pensando  en  que  había  sido 
algún  otro  Dios,  che... 

— ¡Palos  pavos!  Ahora  sí  que  me  parece 
que  el  que  me  ha  titiao  sos  vos.  A  Dios  lo 
parió  un  mosquito...  Y  el  comadrón  fué  un 
alguacil...  ¡Te  lo  juro,  Milonga!  Por  esta  f 


LA  ASAMBLEA 

HUELGUISTA 


La  asamblea  huelguista  rumoreaba.  El 
éxito  de  los  discursos  pronunciados  había 
sido  enorme.  De  repente  un  grito  estentó- 
reo cortaba  los  aires  y,  cruzando  el  salón, 
como  una  flecha,  iba  á  clavarse  en  los  oidos 
de  todos  los  compañeros  que  repetían  el 
grito  con  la  suma  de  fuerza  acumulada, 
por  excelentes  pulmones,  durante  muchos 
años  de  silencio  lacayuno.  Y  era  algo  así 
como  un  despertamiento  el  claro  de  luz  in- 


-194— 

terior  que  se  revelaba  en  los  rostros  de 
aquellos  hombres,  reunidos  con  el  fin  de 
encontrar  la  forma  de  obtener  la  deroga- 
ción de  una  ordenanza  municipal  que  les  per- 
judicaba. Esta  ordenanza  imponía  al  gre- 
mio cocheril  de  la  gran  ciudad  el  pago  de 
un  nuevo  impuesto,  con  el  agravante  de  que 
se  les  exigía  el  uso  de  una  libreta  y  de  un 
retrato,  exactamente  como  á  los  rufianes  y 
prostitutas.  ¡Era  un  colmo! 

Había  que  protestar,  bravamente,  contra 
esta  vejatoria  imposición  sostenida  por  el 
capricho,  la  terquedad,  de  un  pobre  ente 
ensoberbecido,  intendente  fantoche  que  no 
vio  nunca  más  allá  de  la  punta  de  sus  en- 
tecas  narices. 

— ¡Abajo  la  libreta!  ¡Abajo  el  retrato! 

Y  sobre  la  mesa  de  la  comisión  organi- 
zadora de  aquel  movimiento  cayeron,  he- 
días pedazos,  en  blanca  lluvia  de  papel,  los 
pequeños  libros  acompañados  del  negativo 
revelado,  que  días  antes  un  grupo  de  con- 
ductores recojiera  en  la  oficina  respectiva. 
Nuevos  aplausos  estruendosos  y  nuevos  gri- 
tos estentóreos  conmovieron  la  atmósfera 
de  la  sala. 


—195— 

Pero  algo  había  en  el  semblante  de  aque- 
llos hombres  que  expresaba  lo  inexpresa- 
ble. Algo  que  era  así  como  el  gesto  ele  dis- 
gusto de  una  vaga  aspiración  no  satisfe- 
cha; algo  que  el  observador  sagaz  podía 
traducir  por  el  reflejo  de  una  idea  en  em- 
brión, gesta  inconsciente  de  un  pensamiento 
no  concretado  todavía,  casi  no  formulado 
aiín,  en  germen,  que  esperaba  un  rayo  de  sol 
que  lo  fecundara,  una  caricia  de  luz  que, 
en  la  placa  cerebral,  lo  fijara  definitiva- 
mente. 

Por  eso  al  aparecer,  fuera  de  la  tribuna 
oficial,  el  orador  revolucionario,  hubo  un 
momentáneo  silencio  anunciador  de  cosa,  en 
realidad  no  esperada,  pero,  si,  instintiva- 
mente presentida. 

— Seré  breve.  No  he  venido  aquí  con  la 
única  intención  de  aumentar  el  número  de 
los  que  gritan,   comenzó  el   orador. 

— ¡Abajo  la  libreta!  ¡Abajo  el  retrato!  in- 
terrumpió alguien. 

— No  tengo  libreta  que  romper,  ni  re- 
trato que  borrar,  continuó  frió,  impasible, 
casi  glacial,  con  voz  tan  severa  que  atrajo 
de  golpe  la  profunda  atención  de  los   huel- 


196- 


guistas.  Todos  vosotros,  estoy  seguro  de 
ello,  habréis  roto  la  libreta  y  borrado  el 
retrato;  pero  también,  estoy  seguro  de  ello, 
conserváis  la  librea.  ¡Abajóla  librea!  debería 
ser,  pues,  la  voz  que  saliera,  impetuosa,  de 
vuestro  labios,  como  fruto  de  una  idea  bien 
madurada  en  vuestras  huertas  intelectuales. 
Mientras  no  tengáis  el  corage  de  destrozar- 
la ¿para  que  afanaros  en  romper  aquello  que 
no  representa  si  no  la  parte  más  superfi- 
cial, el  detalle  más  mínimo  de  la  verdadera 
cuestión,  del  único  problema?  ¡Que  haya  un 
artículo  de  menos  en  vuestro  reglamento 
no  quiere,  no,  decir  que  dejéis  de  ser  sir- 
vientes, que  dejéis  de  ser  lacayos!  El  asunto 
está,  entonces,  en  dejar  de  ser  sirvientes,  en 
dejar  de  ser  lacayos.  Eso  representa,  para 
mi,  destrozar  la  librea. 

Algo  más  arguyo  el  orador  revoluciona- 
rio en  pro  de  esta  idea,  y  en  medio  de  una 
intranquilidad  elocuente, — esta  vez  el  voca- 
blo es  irreemplazable, — dio  término  á  sus 
palabras. 

Al  poco  rato  la  asamblea  pensativa  se 
disolvía  en  silencio. 


CORAZÓN 


Tiempo  de  huelga.  Dolor  obrero  flotan- 
do en  el  ambiente  caldeado  de  las  asam- 
bleas, sobre  las  cabezas  altivas,  en  las  fra- 
ses vibrantes  de  indignación  y  de  justicia, 
evocadoras  de  cuadros  y  escenas  donde  la 
vida  miserable  de  la  familia  productora 
se  destaca  con  colores  de  tragedia;  en  el 
taller,  en  la  calle,  en  el  salón  público  y 
en  la  cárcel;  frente  al  torreón  moderno  de 
la  fortaleza  capitalista,  entre  el  tumulto 
ciudadano,  chocando  pechos  desnudos  con- 
tra sables  homicidas;  en  el  tugurio  triste, 
resistiéndose    contra  el  hambre    de    la  pro- 


-198- 

le  mártir:  en  todas  partes,  en  fin,  porque 
en  todas  partes  está  encendida  la  fiebre 
de  la  lucha  actual,  en  que  se  debaten  la  som- 
bra del  error  pasado  y  la  aurora  esplendo- 
rosa de  las  edades  de  gloria  por  venir. 


Escenario:  el  río,  un  rincón  de  playa  del 
Plata  dulce,  arenoso  y  turbio.  Personajes: 
un  niño,  dulce  también  como  sus  aguas,  in- 
quieto como  sus  ondas,  cabecita  de  oro,  lu- 
ciendo al  sol;  y  un  hombre  forjado  en  yun- 
que, atleta  de  cuarenta  años,  músculos  de 
hierro,  ojos  francos  de  mirar  fijo,  frente  al- 
tiva, ademán  brusco.  Tarde  templada.  Luz, 
color,  vida  en  el  aire  estremeciéndolo  todo. 

El  niño  interroga  al  hombre. 

— ¿Dime,  tú  trabajas  en  casa,  verdad,  en 
el  taller  de   papá? 

— Hasta  hace  tres  días,  si;  dice  el  hom- 
bre. Hoy  no. 

— No  ¿y  por  qué?    ¿Ya   no   puedes  ó  no 


■199- 


quieres?  ¿Eres  haragán  también  tú?  ¿Te 
has  ido  con  los  de  la  huelga? 

— ¿Te  interesa  mucho  saberlo? 

—  ¡Eh!  á  mí  no  ¡qué  diablos!  ¿Que  puede 
importarme?  Prefiero  pescar.  ¿Me  ayudas? 
Aquí  tengo  anzuelo  y  caña.  ¡Mira  cuanto 
hilo!  Y  el  niño  alarga  al  hombre  un  gran 
ovillo,  cien  metros  lo  menos.  Hazme  un  apa- 
rejo ¿quieres?  Así  sacamos  más.  Te  traeré 
en  que  sentarte  y  trabajas.  Y  en  dos  brin- 
cos llegase  hasta  una  gran  piedra  distante 
como  diez  metros.  De  allí  grita:  ¡Eh!  ¿sa- 
rjes? No  puedo  con  ella.  Ven  tú. 

Maquinalmente  el  hombre  avanza.  El 
atleta  piensa.  Ya  hacia  el  niño  llevando 
en  sus  manos  hilo  y  anzuelos.  Cuando  lle- 
ga hasta  la  piedra,  el  niño  está  ya  sentado 
sobre  ella  y   dice: 

— Estoy  cansado,  trabaja  de  pié  un  ra- 
tito  y  después  te  la  doy  Yo  te  ayudaré  tam- 
bién. Tendré  el  ovillo  mientras  tú  vas  atan- 
do los  ganchos.  ¡Ah!  ¿Sabes  de  lo  que  me 
acuerdo?  Del  dia  aquel  en  que  tú,  en  el 
taller,  me  hiciste  un  barquito  de  fierro. 
Pesaba  mucho  y  se  undía  en  el  agua.  Yo 
lo  probé  y  no  servía.  ¿Por   que   me    nega- 


—200- 

ñaste?     Se  torcía  y  se   inundada  en  seguida. 

Charlatán  de  por  sí,  el  niño  y  alborotado 
por  los  recuerdos,  iba  á  seguir  hablando, 
cuando  el  hombre,  tomándole  en  sus  bra- 
zos, le   sorprendió   así: 

— A  ver,  contéstame  y  pronto.  ¿Cual  es 
tu  mayor  deseo?  Hoy,  ahora  mismo  ¿qué 
pedirías  á  quien  jmdiera  colmar  tu  ambi- 
dión,  dártelo  todo? 

— El  niño  se  quedó  mirándole  asombrado 
pero  no  confuso. 

— Mira,  le  dijo,  yo,  ahora  ¿sabes?  ¿todo 
lo  que  quisiera?  es  poco  lo  sé  pero  no  im- 
porta. Ya  he  pensado  muchas  veces  en  eso. 

— ¿En  qué?  dijo  el  hombre. 

— ¿En  qué?  En  eso,  pues,  de  que  tú  ha- 
blas, en  mi  mayor  deseo.  Yo  quisiera  ¿sa- 
bes? ser  el  dueño,  el  patrón  del  río. 

El  hombre  se  quedó  mudo  un  rato  y  el 
niño,  viéndole  así,  le  azuzó  diciendo: 

—Pero  ¿y  qué?  ¿Te  parece  poco?  ¿No  tie- 
ne patrón  el  río? 

El  atleta  reprimió  un  impulso.   Después» 

— ¡No,  pero  lo  tendrá!  ¡Y  el  aire,  y  la  luz, 
la  lluvia,  el  sol,  la  vida,  todo!  ¡Lo  tendrá, 
lo  tendrá!  Y,  sin  mirar   de  nuevo   al  niño, 


-201- 

Imyó  como  un  loco.  De  quedarse  le  hubie- 
ra aplastado  con  la  misma  piedra  que  le 
sirviera  de  asiento. 

Esa  noche,  en  la  asamblea  obrera,  pro- 
nunció tres  discursos.  Solo  así  pudo  el  atle- 
ta dar  curso  á  la  violencia  que  la  frase  del 
niño  despertara  en  su  ser.  Al  pronunciarla 
él  le  hubiera  estrangulado.  Se  salvó  hu- 
yendo y  fulminando  desde  la  tribuna  in- 
cendiaria á  todos  los  enemigos  presentes 
y  futuros.  Antes  de  dormir  un  pensamiento 
le  apesadumbró  momentáneamente:  haber 
engañado  al  niño  cuando  le  hizo  el  bar- 
quito... 


Simbólica 


HÉRCULES... 


Talla  enorme.  Diríase  un  Hércules  cari- 
caturado. Pero  un  Hércules  bondadoso.  Se 
le  quería  y  admiraba  por  obrero  hábil  y 
de  una  integridad  total.  No  había  una  man- 
cha en  su  vida.  Tuvo  dos  cultos:  la  amis- 
tad y  la  causa.  Defendía  el  derecho  de  los 
forjadores  de  vida,  de  los  que,  Gomo  él,  ba- 
tallaban en  el  taller  moderno,  esclavos  del 
capital.  Hablaba    poco    y    accionaba    siem- 


-206- 

pre.  No  escatimaba  nunca  el  esfuerzo  y 
allá  donde  era  necesario  un  brazo  ó  una 
partícula  de  cerebro  estaba  listo  el  suyo 
para  el  sacrificio,  dispuesta  la  partícula  pa- 
ra arrojarse  como  germen.  Valor  lo  tenía  á 
todas  horas  jDara  brillo  de  los  suyos  y  men- 
gua de  los  enemigos.  Luchador,  como  nin- 
guno, parecía  dotado  por  la  naturaleza  de 
los  mas  altos  atributos  de  hombría. 

La  exageración  de  sus  formas  dábale  un 
aspecto  raro  é  impresionante.  A  ser  adusto 
hubiera  causado  temor  al  mas  decidido.  Pe- 
ro ,  en  sus  labios  la  sonrisa  era  habitual  y 
ella  borraba,  segura  y  rápida,  el  primer 
movimiento  de  disgusto  sentido  al  chocar 
con  su  silueta.  Sus  ojos  claros,  de  una  cla- 
ridad abismática,  ponían  después  una  nueva 
duda  en  el  espíritu  de  quien  le  contempla- 
ba por  primera  vez  pero,  si  hablaba,  vol- 
vía la  duda  á  desaparecer  arrastrada  por 
el  ademán  gentil  y  suave,  por  la  voz  im- 
pregnada de  ternuras  aunque  serena  y  clara 
y  sin  una  debilidad  en  la  emisión. 

Una  vez,  en  una  asamblea  de  obreros 
huelguistas  á  los  que  él  pertenecía,  tu- 
vo ocasión  de  poner  á  prueba,    como  nun- 


-207- 

ca,  la  pujanza  ele  sus  músculos  y  la  en- 
tereza de  su  ánimo.  La  policía,  confiando 
en  la  audacia  y  la  sorpresa,  tentó  un  golpe 
de  mano  para  disolver  la  reunión  y,  á  no  ser 
por  la  actitud  heroica  del  Hércules,  á  buen 
seguro  logr áralo  sin  grande  dificultad.  Allí, 
en  la  puerta  del  salón  asaltado,  casi  solo, 
porque  hasta  era  .un  peligro  combatir  á  su 
lado,  puso  á  raya  á  los  salteadores  unifor- 
mados blandiendo  sobre  sus  cabezas  y,  á 
guisa  de  masa,   un  banco  ele  madera. 

El  enemigo  huyó,  maltrecho,  escepto  un 
oficial  criollo,  el  jefe  de  aquella  banda,  quien, 
revolver  en  mano  y  sintiendo  despertarse  en 
él  todo  el  instinto  de  guapeza  heredado  de 
sus  abuelos,  esperó,  á  pié  firme,  al  Hércules 
en  el  terreno  que  creía  conquistado.  Avan- 
zó el  héroe  y  sonó  el  primer  disparo.  Todos 
creyeron  ver:  la  bala  había  dado  en  pleno 
pecho;  pero  el  héroe  siguió  su  camiuo  en 
derechura  al  sayón.  Este,  sin  inmutarse  al 
parecer,  hizo  jirar  el  tambor  del  arma  y 
otro  fogonazo  incendió  el  aire.  Los  circuns- 
tantes volvieron  á  ver:  la  segunda  bala  aca- 
baba de  encontrar  idéntico  alojamiento  que 
la    primera  en  el    pecho    del  Hércules  que 


-208- 


avanzaba  siempre.  Entonces,  lívido  de  co- 
raje ó  de  rabia,  el  oficial  pretendió  ensayar 
de  nuevo.  Ya  no  era  tiempo:  sobre  su  ca- 
beza se  ajitaba  la  masa,  el  banco,  que  descen- 
dió, formidable,  abriéndola  en  cuatro.  Solo, 
sin  ayuda,  el  Hércules,  atravesado  el  cuerpo 
por  el  plomo  legal  y  homicida,  salió  á  la 
calle  donde  incitó  á  los  remisos,  reunió  á  su 
alrededor  á  los  suyos  y,  escoltado,  con  asom- 
bro de  las  gentes,  cruzó  la  ciudad  en  direc- 
ción al  barrio  obrero  donde  tenía  su  guarida. 
Un  mes  después  su  palabra  volvía  á  oirse  en 
las.  asambleas  obreras  impregnada  de  ter- 
nuras. 

En  otra  ocasión,  triste  ocasión  por  cierto, 
exteriorizó  su  generosidad  realizando  un  acto 
que,  á  no  ser  suyo,  hubiera  asombrado  á  to- 
dos. Un  compañero  de  taller  había  muerto 
dejando  hijos  y  mujer  en  estrechez  lastimo- 
sa. El  Hércules  vio  el  cuadro  miserable  y  se 
propuso  remediarlo  solo.  Acudió  á  su  casa, 
tomó  de  ella  todos  sus  útiles  de  obrero,  todos 
sus  ahorros,  todo  lo  que  había  de  algán  va- 
lor, en  fin,  y  corrió  á  realizar  los  objetos  en 
el  primer  bric-á-brac  con  que  tropezó  en  la 
calle.    Ese  mismo  día  la  mujer,  afligida,  re- 


-209- 

cibió  en  el  apretón  de  sus  manos  de  coloso 
el  importe  de  todo  su  haber  sobre  la  tierra. 
Así  era  él.  Impulsivo  en  la  bondad,  gene- 
roso hasta  la  esplendidez  y  el  sacrificio:  va- 
liente hasta  la  temeridad;  Hércules  siempre... 


II 


Un  día  corrió  entre  los  amigos  del  Hér- 
cules la  sin  par  noticia.  Estaba  enamorado... 
Nadie  había  pensado  jamás  que  aquel  hom- 
bre-montaña pudiera  tener  novia.  Por  otra 
parte  nadie,  asimismo,  pudo  hacer  recuerdo 
de  haberle  conocido  alguna  relación  amoro- 
sa. Y  esto,  ignórase  el  motivo,  no  fué  causa 
de  extrañeza.  Lo  era  sí,  lo  otro,  el  que  tu- 
viera novia.  Grande  fué,  pues,  la  curiosidad 
despertada  por  conocerla.  ¿Quien  era  ella? 
El  asombro  redobló  al  saberse.  Pequeña  pero 
armoniosa.  Una  figurita  vivaracha,  elegante, 


-  210— 

frágil  en  apariencia,  sévres  viviente.  Tal  era 
ella,  la  novia    del  coloso.     Al  evocarla   uno. 
imaginábase  verla  quebrarse,  hacerce  peda- 
zos en  sus  descomunales  manos.  ¡Pobre  figu- 
rita!... 

Cómo  aquella  porcelana  animada,  aquel 
ser  delicado  de  contextura  endeble,  había  fi- 
jado sus  picarescas  pupilas  en  el  armazón 
formidable,  en  la  estupenda  fachada  de  aquel 
jigantón  terrible,  pese  á  su  sonrisa  permanen- 
te y  bondadosa  y  á  las  condiciones  excelsas  de 
su  corazón  magnánimo,  fué  cosa  ignorada 
hasta  hoy.  Bástenos  saber  que  ella  le  amó 
porque  el  amor  tiene  cintas  para  medir  to- 
dos los  cuerpos  y  rodearlos  con  lazos  fuer- 
tes, así  sean  ellos  más  anchos  y  más  eleva- 
dos que  el  del  mismísimo  Atlante. 

Hetraídose  había  el  Hércules  de  todos  los 
sitios  adonde  solía  encontrarse  con  los  ami- 
gos y  camaradas.  Tiempo  hacía  que  su  enor- 
me presencia  no  animaba  las  reuniones 
obreras  donde  antes  fuera  infaltable,  ni  los 
cafés  adonde  entraba  como  en  casa  propia 
saludado  y  admirado  por  la  mayoría  de  los 
parroquianos.  En  cuanto  á  los  compañeros 
de  taller  tampoco   sabían  palote  ele  su  vida. 


211 


No  iba  al  trabajo  desde  que  se  supo  la  no- 
ticia, la  gran  noticia  de  sus  amores.  Alguien 
que  le  viera  por  casualidad  y  le  intervistara 
en  la  calle  dio  sobre  él  datos  extraordinarios, 
que.  corriendo  de  boca  en  boca,  llegaron  á 
forjar  una  leyenda,  la  del  Hércules  triste. 
El  Hércules  enamorado  sufría.  ¿Qué  seria 
ello?  Nadie  osó  imajinarlo  siquiera  pero  to- 
dos, sin  dar  con  la  causa  de  ese  dolor,  pre- 
sintieron algo  extraño,  algo  funesto,  som- 
brío, como  si,  al  escuchar  la  relación,  sintie- 
ran á  sus  espaldas  el  soplo  de  un  aletazo 
trájico. 


III 


Una  noche  de  estío,  amable,  alegre,  diá- 
fana, el  Hércules  había  invitado  á  comer  á 
un  grupo  de  amigos  íntimos.  Media  doce- 
na quizá.    En    el    comedor    del    restaurant 


212- 


preferido,  preparada  de  antemano,  esperaba 
la  mesa.  Como  otrora  llegó  el  Hércules 
causando  placer  su  presencia.  Alguien  creyó 
notar  un  cambio  en  la  habitual  sonrisa  pe- 
ro la  advertencia  no  encontró  mayor  aco- 
jimiento.  No  todos  eran  capaces  de  pene- 
trar aquella  faz,  en  la  que  por  primera  vez 
aparecía  el  disimulo. 

Sentados  los  comensales  el  Hércules  se 
apresuró  á  manifestar  el  objeto  de  su  in- 
vitación. Era  aquella  una  comida  de  des- 
pedida. Un  motivo  muy  íntimo,  que  por  el 
momento  callaba,  le  obligaba  á  embarcarse 
al  siguiente  día  para  un  punto  que  tam- 
bién callaba.  Esta  declaración  la  hizo  en 
un  tono  especial,  extraño  en  él,  pero  fué 
tal  la  seriedad  del  gesto  conque  acompañó 
las  frases  que  los  amigos  resolvieron  respe- 
tar el  misterio  conque  las  envolvía.  Uno, 
sin  embargo,  se  atrevió  á  hacer  una  alu- 
sión á  su  compromiso  amoroso. — No  me 
caso,  interrumpió  el  Hércules,  fria,  casi 
agresivamente.  Entonces  el  misterio  tornóse 
absoluto  y  nadie  osó  ya  penetrarlo. — Y  aho- 
ra no  se  hable  más  del  asunto  hasta  que 
yo     escriba.  Será    pronto.    Era  una    orden 


213 


digna  de  acatarse  por  cuanto  él  la  daba 
deseando,  agregó,  que  en  aquella  reunión 
no  se  ocuparan  sino  de  estar  alegres,  ya 
que  él  también  lo  estaba  pese  á  la  circuns- 
tancia antedicha. 

¿Cómo  insistir?  La  imposición  se  hacía 
en  tal  forma  que  ella  adquiría  todos  los 
contornos  del  derecho.  El  quería  callar, 
hacer  silencio  sobre  lo  que  á  él  solo  per- 
tenecía y  la  amistad  tropezaba  allí  con  la 
más  elemental  discreción. 

En  tanto  habían  empezado  á  vaciarse 
las  copas  y  el  vino  italiano,  caliente  y  ge- 
neroso, empujaba  a  los  espíritus  hacia  la 
placidez  y  el  olvido. 

Decidor  como  nunca  el  Hércules  promovió 
varias  discusiones  sobre  arduos  temas  de 
actualidad  social,  buscando,  empeñosamente, 
la  opinión  ajena  que  él  exijía  clara  y  neta 
en  los  problemas  de  interés  colectivo  á  di- 
lucidarse en  el  siglo. 

Llegó  á  hablarse  del  sacrificio  individual 
realizado  en  aras  de  una  idea  y  entonces 
él  tuvo  un  estallido.  Pareció  iluminarse  de 
pronto  y,  como  transfigurado  por  la  emo- 
ción, pretendió  hablar  y  no  pudo.  Dijo  en- 


—214- 

tonces  cosas  incoherentes,  sin  hilación  para 
los  otros,  vacías  de  sentido.  De  pronto  guar- 
dó silencio.  Fué  aquel  un  momento  solem- 
ne. El  Hércules  miró  á  sus  amigos,  dejó 
caer  la  copa  que  iba  á  llevar  á  los  labios  por 
vigésima  vez,  hizo  una  mueca  lenta,  tan 
lenta  como  horrible  y  rompió  á  llorar.  Pa- 
recía un  lobo  con  lágrimas.  Aquellas  no  eran 
lágrimas  ele  hombre.  Le  creyeron  borracho 
pero  no  se  lo  dijeron.  El  cariño  hacia  él 
podía  mucho:  tanto  que,  por  una  rara  sujes- 
tión,  llegaron  á  creerse  ya  borrachos  todos. 
¡Cuando  el  Hércules  lo  estaba!...  ¡Pero  no! 
El,  serenándose,  explicó  el  fenómeno.  Aquel 
estado  provenía  del  dolor  sentido  por  él  al  no 
poder  entregar  su  vida  en  holocausto  á  las 
ideas  de  redención  humana  por  las  cuales 
luchaban  todos.  Sí,  él  había  soñado,  en  más 
de  una  ocasión,  entregar  su  vida,  su  mise- 
rable, su  triste,  su  despreciada  vida,  en  bien 
de  la  causa  y  el  porvenir.  Su  dolor  estaba, 
pues,  en  eso.  ¿Podían  encontrar  fuera  de  lu- 
gar aquel  sentimiento?  ¡Oh,  él  lo  sabía!  To- 
dos, todos  los  compañeros  lo  abrigaban 
con  más  ó  menos  fuerza.  Y  pasó  á  otro 
tema. 


—215— 

Antes  de  terminar  la  comida  pidió,  en 
reserva,  á  uno  de  sus  amigos,  el  más  jo- 
ven, se  hiciera  cargo  de  un  dinero  que  le 
sobraba,  desqués  de  descontar  todos  los 
gastos  de  su  viaje.  Ahí  lo  tenía;  se  lo  en- 
tregaba para  ser  distribuido  entre  los  pe- 
riódicos de  propaganda  revolucionaria  en 
el  mundo.  E  indicó  nombres  y  ciudades. 
París,  Madrid,  Londres,  Ginebra,  Buenos 
Aires.  El  no  tendría  tiempo, — el  vapor  sa- 
lía temprano, — y  pedía  aquello  como  un  ser- 
vicio. Terminado  el  encargo  volvióse  á  be- 
ber y  á  charlar.  Se  estaba  en  los  postres 
y  el  Hércules  no  había  casi  probado  boca- 
do. Eso  sí,  bebía  por  diez,  febril,  casi 
desesperadamente.  De  pronto,  y  como  si  se 
apercibiera  de  algo  importante,  dijo,  más 
para  él  que  para  los  que  le  escuchaban:  si 
continuo  bebiendo  no  podré  embarcarme 
luego.  Y  reaccionando: 

— ¡Mozo!  cafó. 

Divagóse  un  rato  más,  tocáronse  otros 
temas  de  escaso  interés  y  la  velada  dióse 
por  terminada.  Eran  las  doce  de  la  noche. 
Y  eso,   para  hombres  de  trabajo,  para  obre- 


— 216  - 

ros  de  taller,  equivalía  á  haber  perdido  co- 
mo mimnmn  dos  horas  de  sueño. 

Ya  en  la  calle  y  como  obedeciendo  á  un 
acuerdo  tácito,  todos  acompañaron  al  Hér- 
cules hasta  su  casa.  Sin  fundamento,  al  pa- 
recer serio,  una  especie  de  presentimiento 
triste  cerníase  sobre  el  grupo  y  á  ninguno 
le  pareció  extraña  la  resolución  tomada  por 
el  más  joven:  permanecer  al  lado  del  Hércu- 
les hasta  el  día  siguiente,  por  si  era  necesa- 
ria su  presencia  antes  del  embarque. 

Aceptada  la  resolución  realizóse  la  des- 
pedida exigiéndose  noticias  prontas  del  fu- 
turo viajero. 

Este  contestó  afirmando  y  confundiendo 
en  un  grande  abrazo  todos  aquellos  pechos 
de  amigos  leales. 

— ¡Salud,  compañeros!... 

Desde  el  umbral  el  Hércules  dirijía  su  úl- 
timo saludo  sellando  el  rostro  con  su  habi- 
tual sonrisa  pero  esta  vez  más  llena  de  bon- 
dad y  misterio. 


217 


IV 


A  las  seis  de  la  mañana,  cuando  despertó  el 
amigo  pudo  ver  al  Hércules  sentado  á  su 
mesa  de  trabajo,  rodeado  de  piedras  y  tin- 
tas.— el  Hércules  era  litógrafo, — y  escri- 
biendo calmosa  pero  atenciosamente.  Cerca, 
una  tetera  y  una  taza  recien  servida. 

— ^¿Quieres  acompañarme?  Toma.  Y  le  sir- 
vió del  liquido  humeante. 

Amodorrado  aún  el  joven  amigo  contestó, 
aceptando,  en  palabras  balbuceadas.  Ense- 
guida clióse  cuenta  de  que  el  Hércules  no 
había  dormido  aunque  no  fuera  esa  la  inten- 
ción manifestada  al  entrar  en  casa. 

Sin  embargo  pensó  que  asuntos  urjentes, 
relacionados  con  el  viaje  en  perpectiva,  le 
habían  impedido  realizar  su  intención  y 
viéndole  preocupado  prefirió  no  interrum- 
pirle. Bebió  el  té  y  se  tiró  de  la  cama. 


-218- 

— ¡Y,  ahora?  Vestido  ya  el  amigo  se  ofrecía 
al  Hércules. 

— Antes  de  nada,  ésto.  Y  le  alcanzó  un 
boleto.  El  boleto  decía:  «Fotografía  X.  Una 
docena  de  retratos».  Vé  á  buscarlos.  Son 
las  siete.  Antes  de  media  hora  puedes  estar 
de  regreso. 

El  amigo  se  asombró  un  poco.  Jamás 
el  Hércules  había  perdido  tiempo  en  esas 
bagatelas. 

Comprendiendo  la  duela  fué  ésta  disipada 
con  rapidez  notable.  El  viaje...  algún  acci- 
dente que  pudiera  ocurrir... — ¡estamos  en 
todo  momento  tan  expuestos  á  peligros!... — 
Y,  al  fin,  aquel] o  era  siempre  un  recuerdo 
ó  cuando  menos  una  curiosidad...  ¿No  desea- 
ba él  uno?  Desde  ya  se  lo  daba.  Podía  to- 
marlo desde  que  se  los  entregaran  en  la  fo- 
tografía. 

— Pero  no  pierdas  tiempo.  Vé  y  vuelve, 
pues.  Tendrás  cosas  más  importantes  que  ha- 
cer... Y  salió  á  escape. 


Cuando  regresó  el  amigo,  pudo,  llorando, 


—219  — 

reconstruir    la  escena    ocurrida    durante  su 
ausencia  y  en  esta  forma. 

Ya  solo  el  Hércules,  y  una  vez  terminada 
la  tarea  á  que  lo  dejara  entregado,  se  había 
erguido,  tan  alto  como  era,  dando  tres  pasos 
hasta  llegar  á  su  mesa  de  luz  de  donde  sa- 
cara el  arma  que  aún  conservaba  en  la  ma- 
no rígida;  recostóse  en  la  cama  y,  sereno, 
quizá  sonriendo  bondadosa,  misteriosamen- 
te, apoyó  el  cañón  de  acero  en  la  sien  des- 
pajada. Después  sonó  el  tiro  que  no  oyera 
radie  y  el  cuerpo,  por  un  movimiento  con- 
vulcivo,  había  ido  rodando  así,  hasta  el  pié- 
de  la  mesa  donde  estaba  sangriento  ante 
sus  ojos  atónitos  y  preñados  de  lágrimas 
ardientes.  ¡Pobre  Hércules!  ¡Tan  bueno,  tan 
generoso,  tan  exesivo,  tan  grande  de  veras! 
¡Y  cómo  le  había  engañado!  Pero  ¿porqué? 
¿por  quér  ¡Qué  horror!  ¡Qué  tristeza!  ¡Qué 
maldición!  ¡Qué  injusticia!  ¡El  Hércules 
muerto  y  por  su  propias  manos!  ¡Sí.  allí  esta- 
ba! ¡Era  él  el  Hércules,  aquel  su  noble  ami- 
go, esencia  pura  de  humanidad,  luz  de  vida, 
muerto,  muerto!  Quizo  salir  huyendo  pero  un 
sentimiento  íntimo  le  detuvo  frente  á  la  mesa 
donde,  minutos  antes,  le    dejara   al    parecer 


-220- 

lleno  de  alientos,  exteriorizando  su  dolor, 
fijando  sus  pensamientos  postreros. 

Las  cartas  del  suicida  eran  tres.  Intimas 
y  tan  misteriosas  como  su  sonrisa.  ¿Por  qué 
se  mataba? 

Sus  cartas,  impregnadas  de  ternura  todas, 
no  lo  decían.  Parecía  que  su  intención  final 
era  la  de  llevarse  el  terrible,  el  formidable 
secreto.  Y  á  fé  que  nadie  lo  hubiera  desen- 
trañado si  él  mismo,  con  anterioridad,  no  lo 
hiciera  redactando  su  propio  epitafio.  En  uno 
de  los  cajones  yacía  un  manuscrito  que  el 
amigo  curioso  desempolvó:  producto  soy  del 
esfuerzo  de  muchas  generaciones;  en  mi  aca- 
ba la  extirpe.  ¡Hasta  aquí  dijo  natura!  Soy  la 
expresión  más  alta  de  mi  linaje;  pero  en  mi 
acaba  la  raza:  los  Hércules  no  dejan  descen- 
dencia: impotentes  son...  Así  yo. 

Y  el  amigo,  evocando  los  ojos  picarescos  de 
la  novia  enlutada, — la  figurita  de  sévres,  deli- 
cada y  frájil, — quedó  convencido  de  que  el 
Hércules  acababa  de  caer  aplastado  por 
su  propia  impotencia. 

¡Y  así  todos  los  Hércules!... 


JOB  EN  Lfi  CALLE 


Llovía.  Caía  el  agua,  implacable  como 
un  dolor.  Era  uno  de  esos  aguaceros  to- 
rrenciales que  castigan,  que  azotan  si  dar 
tiempo  siquiera  á  esquivar  el  bulto,  á  gua- 
recerse. Chaparrones  que,  de  improviso  ¡zas! 
— agua,  rayos,  truenos — como  una  bomba, 
que  digo,  como  mil  bombas,  caen  sobre  las. 
pobres  ciudades,  inundando  sus  vías  como 
ríos,  mojándolo  todo,  salpicándolo  todo,  en- 
suciándole tocio.  Peatones,  sorprendidos  á 
muchas  cuadras  de  sus  casas,  que  entran 
chorreando  en  el  primer  café  con  que  tro- 
piezan; modestas  mujeres  que,  inútilmente, 


222 


buscan  un  coche  donde  meter  sus  maltre- 
chas figuras;  temerosas  obreritas  que,  rá- 
pidas, bajo  las  gruesas  gotas,  marchan  es- 
peranzadas ¡ay!  vanamente,  en  llegar  á  sus 
talleres  sin  estar  hechas  sopas;  viajeros  de 
tranvías  descubiertos  á  quienes  las  cortinas, 
empapadas,  golpean  cruelmente  el  rostro;  y, 
por  fin,  niños  y  perros  vagabundos  que 
solo  se  atreven  á  detenerse  sobre  un  um- 
bral, al  abrigo — ¡misero  abrigo! — de  algún 
portalón  de  Banco  ó  de  casa  rica,  sin  te- 
mor esta  vez  de  que  el  portero  verdugo  les 
rompa  una  costilla  de  un  palo  por  insolen- 
tes y  sucios. 

íbamos  entre  los  pasajeros  de  un  tran- 
vía, Via  Paseo  de  Julio.  Y  fué  al  llegar  á 
una  de  las  esquinas  centrales,  que,  puestos 
en  la  disyuntiva  de  optar  entre  la  espada, 
que  en  este  caso  era  el  vehículo  abierto,  y 
la  pared,  optamos,  sin  titubear,  por  la  pa- 
red. Nos  echamos  al  río,  pues,  es  decir,  á 
la  calle,  y,  de  tres  saltos,  como  nuestros, 
estábamos  bajo  la  vieja  recoba  bonaerense 
sacudiéndonos  el  saco  para  evitar  la  cala- 
dura. 

En  la  calzada,  frente  mismo  á  nosotros, 


223 


estaba  un  hombre  sentado.  A  nuestro  alre- 
dedor había  otros  muchos  esperando  á  que 
la  lluvia  disminuyera  sus  ímpetus.  Oí  decir 
á  uno  de  ellos: — ¡diablos!  en  ninguna  ciu- 
dad del  mundo  cae  el  agua  como  en  esta! 
¿Conocería  nuestro  hombre  otras  ciudades? 
Todo  puede  ser. 

En  seguida  fijóme  en  el  hombre  sentado. 
No  sé  que  de  extraño  le  encuentro.-  Fijóme 
nuevamente.  Ahora  los  rasgos  de  su  cara  me 
producen  una  impresión  dolorosa.  Me  parece 
que  ese  hombre  sufre.  Acercóme.  ¿Qué  tie- 
ne? interrogo.  ¿Por  qué  hace  esas  muecas 
tan  raras?  Los  músculos  faciales  movíansele 
como  azogados.  ¿Qué  le  pasa?  El  hombre 
me  contempla  un  instante.  Después — ¿quie- 
re saberlo?  dice  en  tono  brusco. — Sí. — 
Bueno,  déme  tabaco  primero.  Saco  un  ciga- 
rrillo. A  todo  esto  algunos  curiosos  se  han 
acercado.  Ninguno  de  ellos?  hasta  ese  mo- 
mento, había  reparado  en  el  hombre  que 
sufría... 

Este  ha  deshecho  ya  el  cigarro  }T  masca 
el  tabaco,  todo  el  tabaco,  como  si  fuera  un 
pan.  Acto  continuo  se  para  ante  nosotros. 
Mira  ¿Hay  en  él  algo  de  terriblemente  trá- 


-  224  - 

gico  ó  es  ficción  ele  mis  ojos  predispuestos 
siempre  á  ver  lo  que  no  existe?  Escuchad. 
De  un  tirón  ha  abierto  su  chaqueta.  Como 
movido  por  un  resorte  uno  de  los  curiosos 
huye  bajo  la  lluvia.  No  puede  más.  Aque- 
llo es  espantoso.  Oculta  por  la  ropa  estaba 
la  llaga.  El  hueso,  la  eslilla  al  aire,  rodeada 
de  carne  fétida,  podrida.  Podrida,  sí.  Yo  he 
sentido  su  hedor,  la  he  admirado  con  mis 
ojos,  la  he  cubierto  con  mis  manos.  ¡Esta- 
ba podrida! 

— Es  feo  ¿verdad?  díjome  el  hombre.  Pe- 
ro hay  algo  peor  aún;  agregó.  Y  se  tomó 
la  cabeza  con  ambas  manos  como  si  preten- 
diera arrancarla  del  tronco.  Hay  algo  peor 
y  es  que  la  llaga  me  duele  hasta  aquí.  Y  mo- 
vía la  martirizada  cabeza.  En  tanto  la  heri- 
da permanecía  al  aire,  como  uua  bandera  de 
odio,  de  rencor  que  no  muere,  que  no  puede 
morir. 

El  hombre  me  seguía  mirando."  Yo  le  di 
el  nombre  de  su   enfermedad. 

— Sí...  sí...  eso  me  han  dicho  en  el  hos- 
pital. ¡Pero  no  me  curan,  no  quieren  cu- 
rarme!... 

¡Con  qué  dolor  dijo  esta  frase!    Creedme: 


-225- 

oir  el  acento  clel  viejo  era  más  terrible,  si 
cabe,  que  ver  su  llaga. 

Di  vuelta.  A  mi  alrededor  no  quedaba 
nadie.  Estaba  solo  con  el  enfermo.  ¡Nadie! 
¡Nadie!  ¡Nadie!  ¡Todos  huian!  Mientras,  la 
herida  continuaba  al  aire,  como  una  bandera 
de  odio,  de  rencor  que  no  muere,  que  no  pue- 
de morir  ya. 

Entonces  pensé  que  de  ella  salían,,  en  mul- 
titud, las  ondas  fétidas  que  el  viento  de  la 
tarde  llevaba,  presuroso,  hacia  ios  cuatro  pun- 
tos cardinales  de  la  gran  ciudad. 


EL  SACRIFICADO 


;  Adelante!  Por  encima  de  las  tumbas: 
;  Adelante! 

GOETHE. 

Triste  y  bueno.  Así  era.  No  se  le  había 
visto  llorar  nunca  pero  su  rostro,  su  peque- 
ño y  fino  rostro  de  niño,  parecía  hecho, 
amasado  con  lágrimas  y  hojas  de  rosas  oto- 
ñales. Cuánta  suavidad,  cuánta .  dulzura  la 
que  trasparentaban    aquellos  ojos,  grandes, 


—228— 

muy  grandes,  lo  único  grande  en  aquel  ros- 
tro casi  enjuto;  cuánta  amable  caricia  es- 
condida en  aquella  boca  que  solo  sabía  de 
palabras  afables  cuando  hacia  los  demás 
iban;  y  qué  de  sombras,  trágicas  y  crueles, 
en  esa-  su  frente  altiva,  soberana,  corona  ex- 
pléndida  de  un  armazón  endeble,  enteco, 
indigno  para  sustentarla! 

Vivía  amando,  esparciendo  á  su  alrededor 
algo  así  como  un  hálito  puro  de  esencia  hu- 
mana, proyectando  luz  tan  potente  de  be- 
lleza y  bondad  que  más  parecía  aquel  cuerpo 
una  .de  esas  flores — tal  las  pequeñas  mag- 
nolias— que,  después  del  martirio,  ya  mar- 
chitas y  estrujadas,  dan  á  los  vientos  su 
mas  grato,  su  mas  intenso  perfume. 

Vaso  deforme  y  raro,  aquel  organismo, 
parodia  infame  del  hombre,  aplastaba  su 
vida  psíquica,  desmoronándose  más  cuanto 
mayor  campo  de  acción  buscaba  aquella 
para  espandirse. 

— ¡Para  qué  he  de  servir?  decíase  el  pobre 
niño,  presa  de  la  epilepsia,  al  contemplar, 
impotente,  el  combate  brutal  por  la  vida 
en  que  padres  y  hermanos  hallábanse  en- 
vueltos. A  -la  casa  pobre  cada  uno  aportaba 


-229- 


su  material  contingente.  Ellos,  cada  uno 
constituía  una  columna  dolorosa.  ¡Qué  el 
edificio  pesaba  y  los  hombros,  los  pobres 
hombros  no  presentaban  mayor  resistencia! 
Y  carga,  pesada  carga  también  era  él  para 
aquellas  columnas  que  á  quebrarse  empe- 
zaban. ¡Oh,  bien  lo  comprendía  el  mísero 
cuerpo  presa  de  la  epilepsia! 

El  pobre  niño  pálido  deteníase  á  meditar 
y,  frente  á  frente  de  la  vida,  argumentaba. 

— ¡No  puede  ser!  decía  después;  y,  al  lan- 
zar el  grito,  erguía  la  frente  altiva  ajitando 
hebras  de  oro  sobre  el  cuerpo  enteco. 

Entonces  era  cuando  las  sombras,  trágicas 
y  crueles,  se  arremolinaban  formando  tor- 
menta; y,  al  sacudir  el  cerebro,  podía  vér- 
seles á  través  de  los  ojos,  cristales  puros, 
dar  pábulo  á  un  pensamiento.  A  un  pensa- 
miento enorme,  muy  grande  y  muy  negro, 
con  bordes  rojos. 


230- 


II 


Sobre  la  mesa  donde  él  había  atado  el  arma 
para  poder  degollarse  con  el  propio  peso  de  la 
frente  altiva,  las  hebras  de  oro  flotaban  sobre 
la  sangre  humeante  que  alcanzaba  á  manchar 
la  plana  amarillenta  donde  el  pobre  niño  ha- 
bía escrito  su  última  cláusula.  El  testamen- 
to del  suicida  era  corto.  Era  una  síntesis 
puesta  en  una  palabra,  síntesis  que  yo  he 
descifrado.  Decía:  Goethe!... 


LOS  COMPONENTES 

DEL  DRAMA 


La  ley 

Cae  el  velo.  Se  hace  la  sombra.  La  figu- 
ra fatídica  avanza.  Mirad:  tiene  faz  de  pe- 
rro. La  mandíbula  busca  la  presa.  ¡Oh,  la 
mísera  estancia  del  obrero  altivo!  ¡Cómo  se 
extremece,  entera,  ele  impotencia,  de  rabia! 
A  ser  posible,  estallaría  con  su  dueño.  Des- 


-232- 

pués,  la  mandíbula  se  abre.   Viene  el  cierre 
de  dientes...  ¡Presa  sabrosa!...    ¡Oh,    ley! 

Las  lágrimas 

¿Y  ahora?  Un  nombre  más  en  la  lista 
dé  los  perdidos...  Así  en  la  ciudad  del  gol- 
fo azul  con  su  déspota  inamovible, — capa 
de  plomo  sobre  el  cerebro  de  un  pueblo. 
Yo  he  soñado  con  un  Gulf  Stream  torvor 
rugiente  de  cóleras  bravas.  Algo  grande, 
formidablemente  hermoso,  que  fuera  como 
la  protesta  de  los  que  allá  aman  la  vida, 
contra  los  sucios  necrófagos.  ¡Sí,  soñemos 
mientras  en  el  país  proficuo,  en  el  granero 
dulce  del  mundo,  bebiendo  estamos  sal- 
muera hechas  con  aguas  del  Plata!  ¡Oh,  lá- 
grimas! 

La  luz 

Es  en  un  pueblo  lejano,  en  un  país  de  silen- 
cio, tal  como  aquel  terrible  del  cuento,  donde 
se  llora  y  maldice,  donde  el  derecho  es  la 
fuerza,  donde  la  ley  es  abuso,  es  dolor,  es 
sangre,  es  muerte, — gemido  de    niño    ham-: 


233 


briento,  llanto  de  novia  infelice,  sollozo  de 
madre  mártir,  salivazo  feroz  de  odio,  grito 
de  hombre!  ¡Oh,  luz! 

La  voz 

Y  en  la  noche    fosca,    en    medio    de    los 
silencios  del  mundo,  una  voz!... 


LA  50MRI5A  DEL  HÉROE 


Se  alza  un  hombre  en  medio  del  tumulto 
y  grita:  ¡yo  aplico  la  ley!  Soy  el  brazo  ar- 
mado de  la  sociedad.  Inexorable,  no  per- 
dono. Frío,  como  una  espada,  rajo  las  car- 
nes, divido  los  cuellos,  hmido  en  las  sombras 
á  las  víctimas.  Como  un  dogal  de  hierro  ó 
torniquete  terrible,  tengo  en  mis  manos  el 
código  que  no  discuto.  Sus  cláusulas  son 
para  mí  la  palabra  sagrada,    la  voz  supre- 


-236- 


ma.  el  dogma  intangible.  No  pienso,  no 
siento.  Puede  el  que  delinquió  haber  sido 
empujado  al  antro  por  causas  que  justifi- 
quen el  hecho.  No  investigo.  Mi  misión  es 
la  de  dejar  caer  el  arma  sobre  la  espalda 
desnuda.  En  cuanto  al  espectáculo  del  des- 
garramiento déjame  impasible.  Cumplo  el 
código,  realizo  el  dogma  y  mi  conciencia 
queda  tranquila.  No  me  equivoco  nunca. 
Soy  irresponsable.  Voz  y  voluntad  social, 
soy  un  eco.  Represento  á  la  vindicta  pú- 
blica. Instrumento  suyo,  nadie  tiene  derecho 
á  arrojarme,  como  insulto,  las  consecuen- 
cias funestas  de  mis  errores.  Ciego  soy.  Tal 
el  verdugo  sobre  quien  tengo  superioridad 
de  grado.  ¿Me  habéis  reconocido?  Soy  el  juez. 


II 


De  entre  las  sombras — noche  de  dolor  y 
lágrimas — emerge  la  gran  figura.    Trae  en 


-237- 

sus  manos  luz  ele  justicia.  Su  voz  repercute 
en  los  vientos  como  una  explosión  ele  tor- 
menta. Viene  armado,  en  nombre  de  todas 
las  desgracias,  de  tocias  las  miserias,  de  to- 
das las  debilidades.  Grita:  lanza  su  reto  y 
su  bomba.  Es  el  héroe.  Ha  llegado,  paladin 
de  los  tristes,  produciendo  el  terror  como 
un  nuevo  caballero  de  la  luz  y  de  la  muer- 
te, llamando  la  atención  del  mundo  sobre 
los  defensores  de  los  opresos  y  haciendo 
comprender  á  los  que  aplican  las  leyes  que 
hay  que  ser  más  benévolos.  Demanda  ven- 
ganza. La  cumple  y  cae  reflejando  en  su 
rostro  signos  de  triunfo. 


III 


Y  cuando  el  héroe  espira  en  el  pabellón 
de  la  noche  se  abre  un    ojal  de  luz. 


De  Esperanza 


EL  BRAVO  TRABAJADOR 


—  ¡Maldita  seca!  Y  mientras  el  rostro  del 
labrador  se  dirige  á  lo  alto  en  un  gesto  de 
desafío  y  de  amenaza,  una  racha  cálida 
cruza  azotándole  y  envolviéndole  en  una 
nube  de  polvo  convertida,  á  poco  andar, 
en  remolino  de  fuego. 

Para  hacer  un  trasplante  el  bravo  tra- 
bajador ha  tenido  ese  día  que  abrir  á  ha- 
chazos la  tierra.  Sobre    las  fauces  abiertas 


242 


ha  arrojado,  á  chorros,  el  agua  fresca  sa- 
cada del  modesto  pozo  primitivo  á  fuerza 
de  nrúsculo  y  paciencia.  Como  esponjas,  los 
grandes  terrones  han  absorbido  el  líquido, 
todo  el  líquido.  Después  los  grandes  terro- 
nes se  han  saturado,  se  han  ablandado  pa- 
ra, por  fin,  deshacerse  vencidos  por  la  ca- 
ricia húmeda  y  convertirse  en  lecho  fecundo 
dispuesto  á  recibir  á  la  pequeña  planta 
empezada  á  formarse  en  el  almacigo. 

¡Pobres  plantas!  Apretadas,  estrujadas, 
constreñidas  por  la  tierra  que  los  rayos  del 
sol  apelmazan  y  agrietan  de  trecho  en  tre- 
cho, se  han  ido  poniendo  tristes  y  amari- 
llentas ante  la  presencia  del  bravo  traba- 
jador impotente,  que  las  mira  agostarse  con 
la  amargura  en  los  ojos  y  la  protesta  pró- 
xima á  estallar  en  los  labios. 


-243 


II 


Amanece.  Un  rayo  de  sol,  como  mi  dar- 
do ígneo,  atraviesa  la  quinta  de  este  á  oeste. 
Un  latigazo,  en  la  mejilla  del  labrador,  hu- 
biera producido  el  misino  efecto.  Hoy  el  sol 
sale  para  él  como  un  castigo.  En  la  huerta 
vecina  chirría  el  eje  del  molino  á  viento 
cuya  rueda  gira,  como  en  un  vértigo,  al  ca- 
pricho délas  ondas  calientes.  ¡Allí  tendrán 
verdura!  No  perderán  la  cosecha  porque  el 
pozo  semi-surgente  no  ha  de  agotarse  an- 
tes que  llueva  y  el  molino  extrae  de  la 
misma  entraña  terrestre  el  agua  que  el  es- 
pera, inútilmente,  de  lo  alto... 

El  bravo  trabajador  defendería  aún  sus 
sembrados  de  la  seca,  pero  esa.  noche  ha 
agotado  el  pozo,  el  misero  manantial  que 
minea  surge  para  el  pobre  sino   de  la   pri- 


244- 


mera  napa,  y  el  pequeño  depósito  se  le  ha 
ido  todo  en  el  trasplante  de  esa  mañana. 
¿Que  hacer? 

Entonces  el  bravo  trabajador  se  cruza  de 
brazos  como  un  derrotado  frente  á  los  sem- 
brados tristes  y  amarillentos  que  él  conti- 
nuará mirando  languidecer  con  la  amargura 
en  los  ojos  y  la  protesta,  ahora  muda  pero 
latente  en  todo  su  ser  rebelado  contra  la 
fatalidad  y   la  injusticia. 

¿Previsor?  Sí.  Lo  había  sido  puesto  que,  á 
costa  de  muchas  privaciones  en  sus  comodi- 
dades, él  había  reunido,  un  año  antes,  los 
ahorros  suficientes  para  adquirir  la  maqui- 
naria salvadora.  Pero  los  ahorros  se  fueron 
junto  con  el  cadáver  de, la  pobre  viejecita,  de 
la  buena  abuela  que  adoraba  las  plantas  y 
las  flores  y  á  quien  consumió  la  fiebre  cuan- 
do estas  perdían  todos  sus    tonos  vivos. 

P?se  al  recuerdo  triste  y  al  dolor  pre- 
sente el  bravo  trabajador,  rodeado  de  la  com- 
pañera y  de  los  hijos,  espera,  espera,  el  agua 
benéfica  que  caerá  quizá  mañana  devolvien- 
do á  la  huerta  sus  colores. 


/ 


MIS  MAESTROS 


— ¿Quiere  usted  un  pitillo,  señorito?  To- 
dos los  trabajos  deben  acompañarse  con  un 
poco  de  humo... 

Y  mientras  lía  tabaco  de  la  petaca  bor- 
dada, congracia  y  sorna  andaluza  mi  maes- 
tro en  horticultura  comienza  á  darme  lec- 
ciones. 

— Mire  usted:  estas  plantas  van  á  dar 
papas  así,  como  el  puño.    Pero  hay  que  arri- 


—246- 

marles  tierra  con  fuerza  y  tesón.  Déme  us- 
ted. Voy  á  enseñarle. 

Mi  maestro  ha  guardado  su  petaca  y  con 
el  cigarro  en  la  boca,  echando  humo  en 
grandes  nubes,  penetra  en  el  cantero  en 
cuyo  centro  estoy  azada  en  mano. 

— Aprenda,  señorito.  Y  con  una  energía 
que  nadie  hubiera  sospechado  en  su  cuer- 
po fino,  puro  nervio  y  músculo,  hunde  la 
azada  en  tierra.  Con  cuatro  grandes  gol- 
pes que  se  dirían  exactamente  iguales,  rá- 
pidos y  seguros,  ha  formado  una  montaña 
alrededor  del  tallo  del  tubérculo,  que,  bajo 
la  cúspide  de  aquella,  desaparece  dejando 
sólo  asomar  fuera  de  tierra  la  copa  de  la 
planta. 

— Ya  á  sofocarla,  me  atrevo  á  decirle  al 
ver  las  proporciones  diminutas  á  que  que- 
dan reducidos  los  hace  un  momento  gallar- 
dos gajos. 

— ¡Quiá!  ¡No  diga  usted!  Si  esto  es  la  vida 
para  ellas.  Con  la  tierra  así  conservan  las 
raíces  frescas.  Y  ahora  aunque  no  llueva 
en  un  mes...  Ya  verá  como  sale  el  fruto 
abundante  aquí  no  más,  cerquitita  de  la 
mano,  que  la  tierra  está  muy  movida,  muy 


247- 

labrada.  Ansina  en  cuanto   arañe  usted  una 
poquita  siquiera  ya  siente    la  mano  llena... 


II 


Indudablemente  al  hablar  en  tal  forma 
el  maestro  sentía  una  voluptuosidad,  un 
placer  especial,  como  si  en  realidad  estu- 
viera en  ese  momento  saboreando  el  gene- 
roso  producto. 

— ¿Dígame  y  en  qué  proporción  produce 
esta  semilla? 

Se  ve  que  el  maestro  no  puede  ahora 
contestar  categóricamente  porque  hace  un 
gesto,  un  mohín  extraño  de  eluda.  Después: 
eso,  según  y  conforme.  Hay  casos.  Yo,  por 
ejemplo,  en  la  cosecha  anterior  sembré  tres- 
cientos kilos  y  recogí  diez  mil,  es  decir 
cinco,  porque,  naturalmente,  sembraba  á  me- 
dias con   el  dueño  del    campo.     Pero  el  re- 


248- 


sultado  no  es  siempre  el  mismo.  Otras  veces 
no  he  obtenido  ni  la  tercera  parte.  Eso 
cuando  no  he  sembrado  al  viento,  quiero 
decir  para  el  diablo...  Y  cruzó  por  su  frente 
una  racha  pesimista. 

— ¿Cómo  así? 

— Sí.  pues,  cuando  la  tierra  me  ha  pa- 
gado con  ingratitud  el  trabajo;  cuando  la 
mucha  lluvia  me  ha  echao  á  perder  la-  semi- 
lla, pudriéndola. 

— Claro,  esas  son  contingencias  que  no 
pueden  preveerse,  digo  mirando  al  maestro 
arrugar  el   ceño. 

— Es  que  sembrar  aquí  es  casi  lo  mismo 
que  jugar  á  la  lotería.  Porque  cuando  no 
es  el  exceso  de  agua,  son  las  heladas  trai- 
doras, ó  es  la  seca.  ¿Se  acuerda  del  mes 
pasado?  Las  quintas  se  perdían  que  era  una 
pena.  Después  llovió;  cayeron  cuatro  gotas 
y  fué  para  peor.  La  tierra  se  puso  como 
una  estopa.  No  hay,  pues,  más  que  aguan- 
tar, tener  paciencia,  señorito.  Ya  irá  apren- 
diendo cosas  buenas.  Pero  no  hay  que  des- 
mayar por  eso.  Llegan  años  que  valen  por 
diez.  Y  entonces  todo  es  color  de  rosa  y 
sucede  lo  propio  que  en    los  cuentos... 


249- 


— Bueno,  vaya  lo  mío  por  lo  otro  ¡qué 
cliantre!  exclamo  tratando  ele  sacudir  aque- 
lla onda  melancólica  que  ha  hecho  presa 
del  maestro,  y  pretendiendo,  ingenuamente 
á  la  verdad,  infundir  en  su  ánimo  lo  que 
sin  duela  posible  él  posee  en  dosis  infini- 
tamente mayor  que  yo:  la  esperanza. 

A  tocio  esto,  y  con  la  ayuda  de  otra  aza- 
da, maestro  y  discípulo  hemos  terminado  la 
tarea  de  arrimar  tierra  á  las  papas. 


m 


— ¿Y  ahora,  maestro? 

— ¿No  está  usted  fatigado? 

— Absolutamente. 

— Entonces,  á  puntear  aqní.  ¡Vengan  las 
palas! 

Hace  siete  años  que  nadie  toca  esta  tie- 
rra. Sobre  ella  han  crecido   yuyos  con  ím- 


-250- 


petus  gigantescos.  Ha  habido  que  abatir- 
los á  golpes  de  guadaña.  Ahora  dará  prin- 
cipio el  trabajo  de  punteo,  el  más  .fuerte 
de  todos  los  necesarios  para  preparar  el 
lecho  que  ha  de  recibir  la  semilla. 

Y  los  hierros  cortan  raices,  entran  en 
tierra  y  cavan,  cavan  empujados  por  un 
brazo  joven  y  fuerte  y  por  otro,  sino  tan 
vigoroso  más  diestro,  más  ejercitado,  más 
hecho  á  la  labor  ruda  y  continuada.  A  pe- 
sar de  ello  puede  decirse  que  esta  vez,  mae- 
stro y  discípulo  marchan  á  la  par. 

Hace  calor.  El  sol  está  alto  aún  y  se 
se  trabaja  sin  reparo,  pues  el  monte,  á 
quién  el  astro  mira  de  frente,  se  encuentra 
á  nuestras  espaldas.  Se  suda.  Las  gotas,  no 
siempre  cristalinas,  cubren  las  frentes  y 
ruedan  por  los  rostros.  Cuando  llegan  á  la 
boca  incomodan.  Son  salobres  como  el  agua 
del  mar.  No  hay  para  que  esforzarse  en  de- 
mostrar que  la  brega  es  grande.  Claro:  como 
que  maestro  y  discípulo  se  hallan  empe- 
ñados en  la  obra  de  dar  vuelta  ala  tierra!... 

Ya  está  la  lonja  de  terreno  dividida  en 
panes.  La  pala  ha  entrado  por  todos  lados 
poniendo  al  sol  las  raíces  de  los  pastos  que 


251 


servirán  de  excelente  abono  cuando  entren 
en  descomposición,  se  sequen  y  puedan 
mezclarse  con  el  humus. 

— En  cuanto  llueva,  díceme  el  maestro, 
estos  terrones  se  hincharán  como  esponjas. 
Después,  de  un  solo  golpe,  con  los  hierros, 
los  haremos  añicos  y,  con  el  rastrillo,  polvo. 
¡Y  eche  usted  semilla  entonces!  ¡Por  mi  sa- 
lud que  no  se  pierde  ni  una! 

¿Y  la  seca,  maestro?  ¿Y  la  mucha  agua 
que  pueda  caer?  ¿Y  todo  lo  demás  que 
también  puede  venir? 

El  maestro  me  mira  como  absorto  en  un 
pensamiento  profundo.  Después  sonrie.  Se 
ve  que  ha  encontrado  la  solución. 

— Bien,  señorito,  entonces  se  siembra  de 
nuevo.  Lo  principal  es  tener  preparado  el  te- 
rreno y  estelo  estará  pronto.  Mañana  quizá... 

Y  continuamos  la   labor. 


FIN 


ÍNDICE 


HEROICA  Pag. 

Conquista 7 

Independencia 17 

Hermanos 25 

Postrer  Fulgor 38 

Gritos  Nuevos 47 


SALVAJE 

La  pendencia 61 

El  enemigo 71 

La  traición SI 


DE  AMOR  Pag. 

Cruz 193 

La  sugestión 105 

.  Resurrección - 115 

¡Así! 123 

Cadenas 133 


DE  SACRIFICIO 

Margarita  Criolla 143 

La  llaga  al  aire 149 

La  explotada 153 

Un  regenerado 155 


DE  PUEBLO 

El  infractor. 165 

El  rebelde 169 

Un  número 175 

¿Para  Qué? 181 

Un  alzao 185 

«Milonga»  y  «Gorrita»  en  Semana  Santa  189 

La  asamblea  huelguista 193 

Corazón 197 

SIMBÓLICA 

Hércules 205 

Job  en  la  calle 221 


Pag. 

El  sacrificado 227 

Los  componentes  del  drama 231 

La  sonrisa  del  héroe 235 

DE  ESPERANZA 

El  bravo  trabajador 24l 

Mis  maestros 245 


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